Chile después del 17-D, por Fernando Mires
Las elecciones presidenciales, sobre todo cuando sus resultados son tan inapelables como los obtenidos por Sebastián Piñera el 17-D, tienden a modificar la geometría política de las naciones. Chile no será la excepción. Su formación política, ya alterada después de la primera vuelta presidencial, ha experimentado grietas y desplazamientos que incidirán en la suerte del futuro gobierno.
Partamos desde lo más visible, a saber, debilitamiento de la centro-izquierda y fortalecimiento de la centro-derecha, y por lo mismo un centro bastante inclinado hacia el lado derecho. Más inclinado todavía si se tiene en cuenta que las derechas del bloque electoral son, tendencialmente, derechas extremas, vale decir, derechas cuyo objetivo primordial pasa por la polarización y no por la consolidación de una centralidad forjada en aras del principio de gobernabilidad.
Evidente, la naturaleza escorpiónica de esas derechas las obligará a tironear la manga de Piñera para que abandone el centro y constituya, junto a ellas, un gobierno clásicamente derechista (léase: autoritario, familiarista, confesional, antiliberal) vale decir, lo contrario de lo que quiere ser Piñera, definitivamente más pipiolo que pelucón. Todo indica entonces que a Piñera no le va a quedar otra salida que intentar componer una obra política-artística: tranquilizar a sus seguidores de derecha y conectar con el centro, si no el político (la verdad, después de la debacle de Guillier se encuentra terriblemente despoblado) por lo menos el social. Esto último es importante.
Con inteligencia – virtud que no caracteriza a la mayoría de los ideologizados comentaristas chilenos- el profesor Germán Silva Cuadra captó en un comentario publicado en El Mostrador (19.12.2017) la parte sociológica de la cueca electoral. En el Chile post-dictatorial, opina, han aparecido nuevas clases medias (altas o bajas, pero medias.) Estas nuevas clases medias son predominantemente antipolíticas pero a la vez temen u odian a los extremos y cuando llega el momento de pronunciarse en contra de ellos, lo hacen. Si Piñera sabe calcular (quizás es lo que más sabe) entenderá que en ese muro clasemediero de contención política reside la clave de su éxito. No en la derecha-derecha.
O dicho de otra manera: si como consecuencias de la crisis de la NM (recién comienza) el espacio centrista está muy despoblado, no lo está en cambio desde el punto de vista social. Dar formato político a esa nueva fuerza social deberá ser tarea de buenos políticos, o de los que quieran serlo.
En todo caso, Piñera las tendrá más fácil que Macri. Mientras el argentino heredó el despelote económico del kirchnerismo, Piñera, cuando más, deberá hacer uno que otro ajuste en una línea que combina crecimiento económico con reformas sociales. No hay ninguna razón para postergar estas últimas. La gratuidad de la enseñanza es un buen comienzo. Después vienen otros temas que deberán ser resueltos con sentido social: las pensiones y los de la salud, entre otros. Mal aconsejado estaría Piñera si no ocupa los espacios sociales vacíos que le regala la crisis de NM y se dedica solo a las estadísticas. Nadie come estadísticas.
La crisis de NM es en gran medida la crisis de la izquierda chilena, y esta, una expresión criolla de una crisis de dimensiones planetarias.
Como en otros lugares de la tierra, la lenta extinción de los comunistas no llevó en Chile al auge de sus rivales de izquierda, los socialdemócratas. Estos últimos viven una crisis que en términos gramscianos podríamos denominar, crisis de representación, la que a la vez ha redundado en una crisis ideológica y, más aún, en una crisis de identidad del conjunto de la izquierda chilena. El hecho de que el socialismo chileno hubiera preferido desembarazarse de Lagos para sustituirlo por un candidato buena persona, pero sin tradición socialista, fue solo un síntoma de esa crisis. Otro síntoma, quizás el más exótico, ha sido el aparecimiento del FA, un conglomerado de partidillos cuyo único punto de acuerdo es su lucha edípica en contra de NM.
Es definitivo. En Chile, como en otros lugares, ya existen dos izquierdas. Una, la histórica. Otra, la populista. Ignoramos como ambas resolverán sus diferencias. Lo que sí puede vaticinarse es que parte de la izquierda histórica no se resignará a abandonar sus posiciones centristas y otra acudirá al llamado frenteamplista. La división de las aguas ha sido programada. Quizás ya está ocurriendo.
No es para celebrarlo: si la crisis de la izquierda llega a ser más profunda de lo que ya es, su naufragio no llevará necesariamente a un triunfo de la derecha sino más bien a una suerte de anomia política. Pues toda democracia requiere de un balance, por muy inestable que sea, entre los defensores del orden y los partidarios del cambio. Si unos desaparecen, pueden desaparecer los dos. Hay muchos relatos históricos que confirman esa tragedia.
La izquierda en Chile corre el peligro de ser solamente receptora de protestas sociales. Pero eso no basta si al mismo tiempo esas protestas no van acompañadas de demandas políticas, entre ellas, las más importante: la defensa de los valores democráticos. Justamente en ese punto hay déficits notorios en la cultura política chilena. Las desigualdades de género, la devastación del medio ambiente, la defensa de las minorías étnicas (en la que también se cuenta la defensa de los derechos de los emigrantes sociales y políticos) son parte del repertorio de algunas izquierdas que intentan sobrevivir políticamente. Si la izquierda histórica y sus acompañantes centristas (sobre todo los democristianos) no asumen con decisión esos temas, los asumirá la izquierda populista, como ya está ocurriendo.
Sin embargo, la identidad democrática no se adquiere solamente en temas nacionales. Por ejemplo, el infundado peligro de que Chile se hubiera convertido en una “Chilezuela” si Guiller apoyado por el FA hubiera vencido, si bien fue instrumentalizado por la derecha, no ocurrió solo por la habilidad mediática del comando piñerista. Fue posible, sobre todo, porque la izquierda chilena no ha sabido o querido establecer una línea demarcatoria en contra de los regímenes antidemocráticos de América Latina.
Muy pocos en Chile, es cierto, defienden en voz alta al régimen de Maduro. Pero quienes condenan el secuestro de las instituciones públicas, la violación de los derechos humanos, la militarización del poder y los atropellos diarios a la dignidad humana que tienen lugar en el país caribeño, no son en su mayoría voces izquierdistas. El ardid electorero de “Chilezuela” se lo ganó la izquierda chilena. Que con su pan se lo coma.
Chile, es cierto, nunca ha sido un país con fuerte presencia en el área internacional. Sin embargo, el triunfo de Piñera no es solamente un fenómeno local. Chile, quiera o no, ha pasado a ser parte de una constelación política internacional, por lo menos en el Cono Sur. Por de pronto, por primera vez se produce una concordancia tan exacta entre mandatarios argentinos y chilenos. Incluso Cristina Fernández era demasiado revoltosa para que Bachelet siguiera su alocado ritmo. Macri y Piñera, en cambio, han sido cortados por la misma tijera. Al menos ambos parecen creer – parodiando a Clausewitz- que la política es la continuación de la economía por otros medios. Pero si los dos mandatarios logran elevar sus compatibilidades bursátiles hacia el plano de la política, podría tener lugar la formación de un eje Atlántico/ Pacífico sumamente interesante en el Cono Sur. Uno en condiciones de perfilarse como contra-equivalente al impulso dictatorial que proviene del eje La Habana/ Caracas.
Desde el punto de vista internacional, el gran perdedor con las elecciones chilenas ha sido Evo Morales, ficha autocrática que manejan Castro y Maduro en las tierras del sur. Por lo menos dos pretensiones de Morales han sido aisladas: las marítimas y las de su reelección indefinida.
Las primeras, las marítimas, llegaron a contar con un fuerte apoyo de Fernández, Mujica, Humala y Correa. Hoy Morales no cuenta con ninguno. Las segundas, las re-eleccionistas, son hoy una excepción en un gran espacio regional que consagra como principio fundamental de la democracia la alternancia gubernamental. En ese contexto la Bolivia de Evo aparece como una oscura mancha. Siguiendo esa misma lógica, el levantamiento democrático de Lenín Moreno en contra de la lacra re-eleccionista defendida por Correa en Ecuador, puede recibir un respaldo internacional con el cual hasta hace poco no contaba
Si Piñera todavía no se ha dado cuenta, habrá que recordarle que la política es también geopolítica. Chile no está aislado del mundo, como creyeron otros presidentes del pasado reciente. De ahí que las identidades políticas nacionales hayan pasado a ser interdependientes con las internacionales. Solo así se explica porqué las elecciones chilenas hubieran sido seguidas esta vez con tanta atención en el exterior. La globalización, definitivamente, no solo es un fenómeno económico.
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