Chile: El caso Mauricio Rojas, por Fernando Mires
¿Por qué escribo sobre este tema? Por dos razones: Una, porque es un hecho que tiene lugar en mi país de origen, al que a pesar de su lejanía no pierdo de vista. Otra, porque lo sucedido con el nombrado Ministro de las Culturas, Mauricio Rojas, trasciende al hecho en sí y se ubica en la ya larga discusión relativa al rol de los intelectuales en la política. Tema viejo pero siempre actual.
Como no todos los que leerán este artículo son chilenos, expongo someramente los hechos.
Mauricio Rojas, ex militante del MIR, un intelectual chileno, emigrado y formado en Suecia donde desarrolló una muy interesante carrera académica y política (llegó a ser parlamentario en ese país) es actualmente profesor de la Universidad para el Desarrollo y gracias al conocimiento personal que trabó con el presidente Piñera fue nombrado Ministro de las Culturas.
Rojas es poseedor de un muy buen currículum -para Chile, sobresaliente- y ha escrito muchos libros y ensayos sobre temas políticos. Su paso a la actualidad mediática fue realizado como consecuencia de la publicación de un ameno libro basado en conversaciones con el actual ministro del Exterior, Roberto Ampuero, titulado “Diálogo de conversos”, título muy comercial pero muy discutible. Pues la palabra “converso” no debería existir en política. La política no está basada en credos o catecismos y por lo mismo, las “conversiones” no tienen nada que buscar ahí. Quien habla de conversiones concibe a la política como religión, algo de por sí, absurdo.
El hecho es que el libro, gracias entre otras cosas al padrinazgo de Vargas Llosa, alcanzó gran difusión. Para quienes hemos corrido caminos parecidos, en cambio, el libro no tiene nada de revelador. Corresponde con la crítica standard de muchos intelectuales que, antes y sobre todo después de la caída del Muro, rompieron con los paradigmas del marxismo-leninismo e incorporaron a su acervo una cantidad de nociones liberales.
Lo nuevo de ambos autores es que no solo rompieron con esos paradigmas sino que pasaron a apoyar a la derecha chilena dentro de la cual se convirtieron -para emplear el término de Gramsci- en “intelectuales orgánicos”. Hecho en ningún caso reprobable. Cada uno es dueño de dar a su biografía la orientación que estime conveniente. En este caso no cabe hablar ni de infidelidades ni de re-negaciones. Mucho menos si estamos frente a dos autores que en el pasado nunca jugaron un papel significante en la política.
No fueron dirigentes de nada, no fueron conocidos por nada, su relación con la izquierda, de acuerdo a sus propias confesiones, fueron circunstanciales, superficiales y de baja intensidad. En otras palabras, ninguno puede comparar la ruptura de Ampuero y Rojas con las que llevaron a cabo un Jorge Semprún o un Fernando Claudín en España, un Teodoro Petkoff en Venezuela o un Joaquín Villalobos en El Salvador. Todos seres que tuvieron en sus manos grandes responsabilidades.
No así Ampuero y Rojas. Si no hubieran publicitado su ruptura esta habría pasado desapercibida. Es decir, ambos son más conocidos por su ruptura que por lo que rompieron (creo que se trata de un caso inédito) Ello no fue óbice para que Piñera decidiera incorporarlos a su gabinete. Con Ampuero -hasta ahora de buen desempeño- no ha habido problemas. Con Rojas tampoco los hubiera habido si el Diario La Tercera no hubiera dado a conocer un texto del libro “Diálogo entre Conversos” en el cual Rojas se refiere en términos ofensivos al Museo de la Memoria, destinado, como reza el nombre, a preservar el recuerdo de miles y miles de personas asesinadas durante la dictadura de Pinochet. Las palabras textuales de Rojas -formuladas en el 2016- fueron «más que un museo (…) se trata de un montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es impactar al espectador, dejarlo atónito, impedirle razonar (…) Es un uso desvergonzado y mentiroso de una tragedia nacional que a tantos nos tocó tan dura y directamente». Idea que también recoge en el libro «Diálogos de conversos».
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Dichas palabras no habrían tenido demasiada importancia si Piñera hubiera nombrado a Rojas ministro de Agricultura o de Vivienda. Pero para un ministro de Cultura son letales. Más todavía si se tiene en cuenta que muchas personas del mundo de la cultura provienen de familias cuyos padres y abuelos fueron víctimas de la dictadura. Es como si Piñera hubiera nombrado ministro de Asuntos Indígenas a un político que en el pasado se hubiese expresado de modo racista sobre los mapuches. Rojas, por supuesto, al escribir esas palabras, no ha atentado en contra de la Constitución y las Leyes. Hizo simplemente uso de su libertad de opinión y estaba en su pleno derecho a hacerlo. Pero desde el punto de la razón política, son palabras inhabilitantes. Por decir lo menos.
Rojas terminó por agravar aún más el caso Rojas. Sus excusas fueron deplorables. Señaló que lo que él había afirmado no era lo correcto y que básicamente ese «planteamiento hoy día no lo representa»
Dejemos de lado el hecho de que dos años es muy poco tiempo para cambiar de opinión de modo tan radical. El problema más grave es que no solo negó lo que negaba sino que recién dio a conocer su “arrepentimiento” después de haber sido nombrado ministro. Peor aún: Rojas se negó a sí mismo
En este punto hay que ser muy claros: todos los que hemos escrito libros, aún en nuestros períodos “equivocados”, defendemos lo que hemos escrito con dientes y muelas. Rojas en cambio se arrepintió de lo escrito como si hubiera sido amenazado por un tribunal de ejecución ¿Todo por un puesto? Efectivamente: Rojas, pese a sus innegables méritos intelectuales, demostró que menos que un intelectual político era un político intelectual. Lo que no es un juego de palabras.
Hay efectivamente con relación a la política tres tipos de intelectuales. Los primeros son los que -por razones en algunos casos muy valederas- no les interesa para nada la política. Los segundos son los que piensan la política sin asumir funciones políticas. Los terceros son los que al asumir funciones políticas ponen su saber y conocimiento al servicio de un partido, de un gobierno o de un Estado.
Voy a usar un ejemplo que a muchos puede parecer sorprendente. Contaba Che Guevara que una vez cuando la guerrilla debía atravesar un río tuvo lugar una subida de aguas. Guevara portaba dos maletines: uno con medicinas, otro con municiones. Para salvar su vida y nadar con un brazo, Guevara debía deshacerse de un maletín. Dejó caer el que contenía medicinas. Desde ese momento, escribió Guevara (cito de memoria): “decidí que yo era antes que nada un guerrillero”. Leída esa confesión hoy, resulta evidente que, entre el principio de vida (medicinas) y el de la muerte (municiones) Guevara eligió el de la muerte. Ese principio marcaría el destino trágico del resto de su vida.
Muchos intelectuales llevan también dos maletines: el del conocimiento y el del poder. Y a veces hay que elegir a uno. Rojas estuvo a punto de elegir el del poder. Afortunadamente renunció a tiempo.
Habría sido un terrible error político aferrarse al puesto. La izquierda ya había encontrado en él al objeto de agresión que necesitaba para disimular sus notorias carencias políticas. La ultraderecha, enquistada en el gobierno, ya lo había convertido en un icono.
Las distintas pagodas de la izquierda chilena celebrarán la renuncia de Rojas como una victoria. No les durará mucho. Por el momento solo las une un pasado común. Allí reposan sus muertos a los que continuamente cuidan con el respeto y el honor que merecen. Ese pasado es una de las razones por las cuales la izquierda chilena ha demostrado una persistencia que no muestra en otros países occidentales. Su fuerza, su razón de ser, reside más en el pasado que en un futuro frente al cual no tiene ninguna visión, ninguna estrategia, ningún programa. Dividida o desgarrada mantiene aún en su seno a personas y partidos que solo reconocen a los derechos humanos cuando les conviene.
Hay incluso dentro de esa izquierda grupos que con indecencia callan frente a las terribles dictaduras que asolan hoy el suelo latinoamericano: la cubana, la nicaragüense y la venezolana. Para ellos los muertos que no son de izquierda, no son verdaderos muertos
Hizo bien Mauricio Rojas al renunciar. Pasado un periodo de crisis personal podrá volver a ser lo que era antes de decidir convertirse de modo fáustico en un político intelectual: un intelectual político que, independiente de poderes e intereses de partido o gobierno, proclama hacia los cuatro vientos su verdad, o lo que él cree es su verdad. No más allá del bien y del mal, pero sí más allá de izquierdas y derechas. Como debe ser.