Choque de civilizaciones, por Américo Martín
Es una lástima que la irrupción de ideologías duras y dogmáticas, como el marxismo, hayan desviado de su cauce las reflexiones acerca de los puntos de encuentro y de conflicto de distintas sociedades. Me interesa en particular las que aluden a los intermitentes desencuentros entre las dos partes de América que, según El Libertador, tendrían en el istmo de Panamá una repetición del papel jugado por el de Corinto en la unidad helénica contra el imperio persa.
Después de la victoria en 1917, de la revolución rusa encabezada por Lenin, el tenaz jefe bolchevique redefinió el concepto de nacionalidad para reconducir a los pueblos como gran reserva revolucionaria contra el imperialismo occidental, o en cualquier lugar donde levantara cabeza con sentido anticomunista.
Digo que semejante arbitrariedad conceptual empobreció y tergiversó las confrontaciones entre las sociedades, en la clasificación de las cuales Samuel Huntington (El choque de las civilizaciones, edit. Paidos) hizo gala de una minuciosidad y variedad extraordinaria que, si bien no conducen a resultados definitivos, ayudan mucho a la preparación de estrategias. Lo que en cambio no ocurre cuando se va al simplismo conceptual de las ideologías duras.
Las búsquedas del autor de El choque de las civilizaciones son una fiesta para los estrategas políticos y los historiadores rigurosos, no tienen recetas cerradas sino grandes pistas para reencontrarse con la política en tanto que ciencia y arte.
En ese sentido, lo que determina grandes decisiones como decretar guerras, ordenar invasiones o avasallar culturalmente a los rivales, es la ponderación entre los costos y ventajas que aquellas decisiones determinen.
Ningún país invade a otro si sus directores y sus dirigentes más preclaros, munidos con la información más certera, no determinen cuál es el interés del país. La decisión política depende del peso de ese interés y no de razones afectivas, coincidencias teóricas o rabietas pasajeras.
Lo mismo vale cuando se trata de emprender negociaciones o participar en procesos electorales. El moralismo nada tiene que ver en la Sala Oval, el Kremlin, la Ciudad Prohibida de Pekín o el número 10 de Downing Street y, aunque pareciera lo contrario, lo determinante en la tensión árabe-israelí, más que la religión es eso, el interés, cuidadosamente ponderado.
Lo cierto es que en el caso venezolano, la comunidad internacional que respalda a la AN/Guaidó ha fluido suave y racionalmente a la tesis de la negociación para realizar unas elecciones libérrimas, firmemente observadas por el mundo entero. En última instancia sería también el interés del poder que despacha en Miraflores porque, aun perdiendo, es inmensamente mejor salir del mando por la civilizada vía electoral y no en medio de los peñascos de la violencia que amenaza con retrogradarlo todo a las expresiones más primitivas.
La tesis de Huntington define las mutuas recriminaciones entre la América Hispana y la Anglosajona, alrededor de influencias culturales y ejercicios de mecanismos de dominación. No pocos escritores norteamericanos acusan a las oleadas migratorias latinoamericanas, y especialmente mexicana, de minar los principios de la cultura emanada desde sus orígenes por las trece provincias de la unión y enaltecida por los padres conscriptos o fundadores, a fin de debilitar sus resistencias y fortalecer su “mexicanización”, tesis extravagante, en cierto modo, que refleja los disensos alrededor del “muro”.
En sentido exactamente contrario nacionalistas bolivarianos, como José Vasconcelos y José Enrique Rodó, enfocaban los conflictos entre el Norte, Centro y Suramérica, como un tema cultural y no como enfrentamientos irreconciliables a la manera del antimperialismo leninista. Por eso Rodó consideraba a España como parte esencial americana. Hispanoamérica seguía estando para él y para muchos pensadores como Efraín Subero y Ángel Rosenblat, profundamente vinculada en lo cultural a la madre patria. Rosenblat recordó: se españoliza el español de América pero también el de España se americaniza.
Y en realidad más fructífero, y menos sumiso en lo ideológico, es aceptar las contradicciones norte-sur como naturales disputas entre lo hispano y lo anglosajón, a la manera de Rodó, que afrontarlas desde trincheras artilladas como parte de la guerra fría conforme a la herencia leninista/stalinista.
Curiosamente, algunos opositores más bien moderados acusan a otros, tan moderados como ellos, en posiciones diferentes de depender de los norteamericanos. Me ha hecho reír tal sesgo que tanto nos aleja de la ciencia arte de la Política y del genuino interés, sabiamente ponderado, que es la esencia de las grandes decisiones públicas.
Me escribe Andrés Caldera, su padre ha sido objeto de epítetos que fácilmente podrían calificarse como despreciables. Entiendo que quiere saber mi opinión al respecto. Aprovecho para marcar la diferencia entre moralismo y moral, entre política y antipolítica. Tu padre fue amigo mío -le respondo- y no solo por la ejemplar política de pacificación, sino por su forma de respetar a los adversarios. Se dio a liberar presos políticos sin exigirles condiciones previas que pudieran ser tomadas como humillantes.
De él puedo decirte lo que de Betancourt: ambos terminaron como comenzaron, fieles a su causa y con manos limpias.