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Cinema paradiso, por Fernando Rodríguez



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Cinema Paradiso
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Fernando Rodríguez | julio 5, 2020

[email protected]


Los distribuidores de cine italiano decidieron reabrir las salas de cine reestrenando la película de Giuseppe Tornatore Cinema Paradiso, de los años ochenta, en más de ciento cincuenta salas. Como algunos recordarán fue un notable éxito de público, y aun de crítica y premios, en que se explotaba, básicamente, la nostalgia por esas pequeñas y muy modestas salas de cine de pueblo, lugar de la fantasía en aquellas pobres, dañadas y recatadas poblaciones italianas de la inmediata segunda posguerra. En realidad, era una telenovela bastante cursi, pero a todos nos evocaba nuestras relaciones con esos pequeños y amorosos templos que pueden ser las salas de cine.

Esos recintos de la imaginación han sabido aguantar numerosos enemigos que amenazaban con extinguirlas. La televisión por ejemplo en los cincuenta. Si se podía satisfacer en casa y gratis la dosis, por lo visto necesarias, para el hombre contemporáneo, de imágenes en movimiento, incluidas las propiamente cinematográficas, esas salas oscuras parecía que iban a desparecer. Pues no, se agrandaron las pantallas, se encontraron sonidos de una extraordinaria fidelidad y se hicieron costosísimas y espectaculares producciones que solo mucho tiempo después llegaban, si llegaban, a esa caja de dimensiones modestas, en blanco y negro por mucho tiempo y sin la pequeña aventura de emperifollarse, la familia o los amigos, para ir al cine.

Sobrevivieron y se aseguraron larga y venturosa vida. Algo parecido sucedió con el video, más amenazante porque ofrecía cine a la carta, pero por razones parecidas las salas continuaron.

Los multicines en los centros comerciales ofrecían un variado menú muy accesible a la disposición del espectador y un entorno para consumir. Y si las pantallas de televisión crecieron considerablemente y perfeccionaron su fidelidad también lo hacían las salas y los cada vez más omnipresentes y espectaculares efectos especiales que en la pequeña pantalla se empobrecían.

El año pasado entiendo que se batieron mundialmente todos los récords históricos de asistencia a las salas. Tan vivas están o, mejor, estaban, que pudiese augurarles muy buena salud. Es verdad que un fenómeno distinto salía al ruedo con gran algarabía y billetes, Netflix y similares que de nuevo las amenazaban seriamente, pero la pelea apenas empezaba. (No hablamos de Venezuela en que el gobierno chavista acabó con todo y por ende la exhibición, se trata de una excepción fúnebre).

*Lea también: De la injusticia a la exclusión, por Alejandro Oropeza G.

Entonces llegó el coronavirus. Que no sabemos cuánto tiempo todavía va a meternos miedo, al menos cuando oigamos una tosecita cercana. En ese despeñadero planetario, además de una crisis económica descomunal, y un encerramiento que hasta ahora no cesa sino muy parcialmente, serán sitios poco amables para visitarlos: muy encerrados, oscuros, con aire acondicionado trasladando gotículas fatales, con espectadores distanciados. Eso pasará un tiempo…incalculable, pero puede causarles mucho daño y tristeza a los cinéfilos que son una buena parte del género humano.

Tan es así que han revivido en Caracas los autocines, muertos hace varias décadas y que es una de las formas más perversas de ver cine por la calidad de la proyección, lo complicado e imperfecto del sonido, la incomodidad del automóvil con todo y vidrio delante y no digamos los del asiento trasero. No por azar murieron de muerte natural. Creo que solo lo lamentaron las parejas ardientes en una época todavía pacata y los adolescentes que solían colearse en las maletas.

Yo creo que esa aberración era parte de un momento en que el carro era rey y al parecer se pretendía hacer todo lo que se pudiese dentro de él, comer en las “fuentes de soda”, lo que era igualmente grotesco o hacer el amor en alguna apartada orilla, atemorizados por la patrulla policial que pudiese aparecer. Era en parte la época de que los carros, sobre todo gringos, eran enormes, cambiaban anualmente de modelo y tenían diseños insolentes. Hay una bella película del joven Lucas, American graffiti, que ejemplifica agudamente ese reinado absoluto del automóvil.

Pero ahora volvemos con la cabeza baja a reactivar esos vejestorios perseguidos por Los malditos virus, esperando que, como hasta ahora, las nobles salas de cine recuperen su buena salud. O mueran, esta vez de verdad.

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