Ciudad siglo XXI, por Marco Negrón
La Venezuela del siglo XX conoció cambios de entidad suficiente para catalogarlos de revolucionarios. Entre los más importantes estuvo la acelerada transformación de un país profundamente rural y atrasado en uno de los más urbanizados de la región.
Lo anterior se sustenta en datos cuantitativos que nadie discute; otra cosa es, en cambio, la valoración cualitativa: para muchos, particularmente dentro de las élites del país, se trató de un proceso contraproducente que lastró el potencial de desarrollo nacional, sobre todo de sus regiones interioranas. Se trata de lo que hemos llamado la ideología antiurbana, que en sus versiones más primitivas propugna una suerte de masivo retorno al campo y en el batiburrillo del socialismo caribe se plasmó en el fracasado Proyecto Orinoco-Apure.
Quien escribe discrepa radicalmente de esa visión, reaccionaria también cuando la esgrimen sectores autodefinidos como revolucionarios: el mero hecho de la urbanización explica la reducción de la mortalidad y la elevación de las expectativas de vida, la eliminación del analfabetismo y el extraordinario desarrollo de la educación, la extinción del caciquismo y la progresiva consolidación de la democracia. Lo cual no significa que todo marchó sobre ruedas: hoy la mitad de nuestra población urbana vive segregada en los llamados barrios informales, en evidente condición de minusvalía respecto al resto. Pero tampoco la otra ciudad es un dechado de virtudes urbanísticas: lo que fue un éxito durante el siglo pasado en este se convierte en un crucial desafío.
*Lea también: El imperio chino también quiere lo suyo, por Tony Rivera Chávez
Esas transformaciones se dieron en la estela de la espectacular elevación de los ingresos del gobierno gracias a la captura de una renta petrolera en acelerada expansión especialmente a partir de la década de 1940, cuyos síntomas de agotamiento empezaron a manifestarse hacia finales de los 70 sin que se lograra consolidar un motor alternativo de crecimiento. Durante ese largo período, impulsadas por la inversión pública, las ciudades se expandieron y se construyeron las grandes infraestructuras del país; pero terminando el siglo y con los ingresos mermados el problema de las ciudades ya no era la expansión sino la renovación de áreas centrales que habían entrado en obsolescencia.
En el caso de Caracas, frente a la crónica imposibilidad de concretar un plan urbano metropolitano, el diseño de las políticas ha quedado en manos de sus gobiernos municipales
Estos, hasta ahora, no han sido capaces de formular ni siquiera los planes correspondientes a su ámbito, respondiendo con simples ordenanzas de zonificación que han resultado en incrementos significativos de densidad sin adecuar ni actualizar los servicios, generando deterioro del espacio público y del medio urbano en general, beneficiando apenas a una especulación inmobiliaria cegata.
Tan negativos resultados se obtuvieron aplicando esa estrategia en contextos de estabilidad e incluso expansión de la economía. Por eso llama la atención que ahora, en un contexto de hiperinflación y profunda recesión económica, con la población estancada, algunos gobiernos locales caraqueños, supuestamente adscritos a la alternativa democrática y con equipos técnicos calificados insistan en recorrer una ruta que reiteradamente ha conducido al fracaso, ha profundizado el deterioro del medio urbano y ha expulsado a los habitantes originales.
El siglo XXI demanda otro urbanismo, más aún cuando, como es nuestro caso, deberá dar respuesta a la devastación material e institucional en que han sumido a nuestras ciudades 20 años de socialismo caribe
Para empezar hay que entender que la primera prioridad es la reconstrucción, tal cual como si se estuviera saliendo de una guerra, lo que ni siquiera en la mejor de las hipótesis podrá sostener la renta petrolera: los gobiernos locales están llamados a jugar un rol crucial, pero para ello deberán reinventarse, replantearse sus fuentes de financiamiento y sus estrategias de actuación. Lo que hemos llamado el urbanismo resiliente.