Código de Ética y código revolucionario, por Gregorio Salazar

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Ya están lejanos los tiempos en que Hugo Chávez y el coro de sus enfervorecidos seguidores le gritaban a los reporteros en la calle: ¡Digan la verdad! Fue el verbo el que le abrió paso y legitimidad social a una creciente estigmatización de los periodistas venezolanos, que a través de los años se fue agravando con cada vuelta: descalificación, amenaza, atropellos físicos, criminalización y persecución judicial.
Chávez estuvo claro desde un principio que con la labor informativa de los periodistas como escrutadores y críticos cotidianos de la realidad, ejercida además desde un nutrido sistema de medios impresos, radiales y televisivos de honda penetración y sostenibilidad económica, su proyecto hegemónico-totalitario sería muy difícil si acaso no imposible de instaurar.
Su lucha, según pregonaba, era por la verdad. Chávez fustigaba a dueños de medios, directores, columnistas y reporteros con el látigo de sus arengas encendidas. Primero las figuras más emblemáticas, dueños y comunicadores de más prestigio y credibilidad. Trato ejemplarizante para los de más abajo. Mientras, desde los propios sectores del gremio, entre docentes y activistas rápidamente pegados a la ubre del Estado se condenaba globalmente, con una que otra excepción (por adhesión), al periodismo venezolano. Se tejió un manto de descreimiento general.
«El falseamiento de los hechos la manipulación, la distorsión, la omisión, la aplicación de mecanismos sensacionalistas y amarillistas en el tratamiento de la información así como los que se articulan con la información dirigida, se han enseñoreado en el periodismo venezolano de manera evidente desde el año 2000», se publicó en en un folleto del Ministerio de Comunicación e Información como prólogo al Código de Ética del periodista venezolano. El comportamiento de la mayoría de los periodistas lo violaba. Allí también se luchaba supuestamente por «la verdad».
Paradójico fue que cuando el régimen para arremeter contra el periodismo o al sector de la sociedad que le tocara en turno se servía de los comunicadores televisivos más tremendistas, más escatológicos, émulos a fin de cuentas del propio Chávez, los sectores que se presentaban como adalides del cumplimiento al Código de Ética no se dieron por enterados.
Jamás han condenado esos excesos ni antes ni ahora que han ido in crescendo, de rango y con fuerte apoyo económico para crear plataformas digitales. El código no era de ética, apenas código revolucionario.
Que los medios asumieron el rol de los partidos políticos también se dijo. Que no pasaron la prueba de la imparcialidad en las coyunturas más difíciles se les criticó. Puedo convenir en ello. Pero sin dejar de observar que los medios también comprendieron que su rol y su supervivencia como empresas estaban en juego por la intolerancia y el excluyente proyecto socialista que Chávez estaba dispuesto a llevar adelante. Ojo: como el único que tendría cabida en Venezuela.
No se equivocaron. De eso que los técnicos denominan el ecosistema de medios no quedan sino vestigios en el campo del sector privado, mientras la maquinaria comunicacional del régimen avanza aplastante, avasalladora, con uso a exclusividad del partido oficial, pero bien alimentada con los recursos de todos los venezolanos. Un alfeñique que Súperbigote puede barrer de un manotazo. Sobre todo si le pisan un callo.
Los registros de la realidad distintos a la versión oficial se perciben fragmentados, segmentados, asordinados, mientras la narrativa oficial y la presencia del jefe de la revolución se multiplica por televisoras, radioemisora y un vasto entramado de redes sociales, dentro y fuera de Venezuela. ¿Y la verdad? ¿Qué fue de la verdad? Bueno, pregúntele a esa barahúnda mediática del oficialismo, por ejemplo, cuál fue la verdad de lo ocurrido en las elecciones el 28 de julio. Todos lo sabemos, menos ellos.
Los periodistas viven un viacrucis demasiado prolongado y agravado en el tiempo. Con dieciséis colegas encarcelados, unos por su labor profesional y otros por ejercer los derechos políticos que les garantiza la Constitución, el Día Nacional del Periodista que –en seguimiento de la norma institucional ya convertida en tradición– se acaba de conmemorar el pasado 27 de junio, es el más oscuro y lacerante que recuerde en la historia de ese gremio de los comunicadores sociales.
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A quienes laboran en los medios que quedan, en brega cotidiana por resplandecer la verdad, hay que decirles que no duden por un momento que la sociedad venezolana les agradece su constancia, su valentía, su vocación de servicio y su entereza para trabajar en tan precarias condiciones económicas y en un entorno tan hostil y riesgoso, en la misma medida de su dedicada y honrosa entrega. No es poco decir.
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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