Cómo extraño aquellos tiempos, por Tulio Ramírez

No daré señas sobre mi edad por estrictas razones de seguridad geopolítica, pero les cuento que, en mi época de muchacho, jugábamos beisbol en terrenos baldíos, en calles poco transitadas o en peladeros donde se levantaban construcciones de edificios y centros comerciales.
Siempre se conseguían unos metros desocupados para tirar la partidita. En esa Caracas, los peloteros crecían silvestres, sin entrenadores, ni masajistas, ni kinestésicos, ni psicólogos deportivos para manejar la frustración cada vez que se te iba un rolling por debajo de las piernas con la de perder en tercera.
En la ciudad había espacios de todo tipo para organizar caimaneras. Íbamos al campo a pie o en autobús, los guantes no eran costosos, los bates eran de madera y si se rompían, se unían las partes rotas con un clavo, se enrollaban con alambre y teipe negro. Las pelotas duraban toda la vida, cuando se rompía el cuero, se les colocaba lo que quedaba del teipe con el que arreglábamos el bate. Solo hacían falta 9 guantes para jugar, porque los que bateaban, los prestaban a los que cubrían y viceversa. Si había solo 8 guantes se jugaba sin cátcher y listo.
Ninguno pensaba dejar la vida en el terreno para convertirse en pelotero profesional. La meta era estudiar en la universidad. El beisbol era para los sábados y los domingos. Se jugaba en blue jeans (no aparecían los monos todavía), zapatos de «goma» y con la franela más viejita que conseguíamos en el closet.
En esos tiempos, las caimaneras siempre fueron un dolor de cabeza para los padres. No solo porque volvíamos a casa con los pantalones rotos, sino porque el efecto sobre las calificaciones del liceo, era devastador. «Si quieres ser pelotero profesional allá tú, pero primero sacas el bachillerato, no vaya a ser que al final te quedes sin el chivo y sin el mecate». Esa era la perorata que escuchaba cada vez que agarraba el guante y dejaba la tarea a medio hacer.
Hoy las cosas han cambiado. Cada vez es más difícil que un pobre practique ese deporte. El que quiere jugar beisbol debe hacerlo en equipos organizados y comprar costosos implementos que antes no se usaban. Cada uno debe llevar su bate, guantines, rodilleras, esos guantes que parecen «agarra ollas» para deslizarse en las bases y evitar partirse las uñas. También hay que comprar lentes de sol, tinta para los pómulos, spikes más caros que los zapatos de salir, una sudadera Armani o Lacoste y un cooler con la bebida energizante. Todo para uso personal. Nadie presta nada a nadie.
Si antes nuestros padres veían al beisbol como un distractor de los estudios, los de ahora tienen una posición radicalmente opuesta. A pesar de lo costoso de su práctica, si un padre observa a su niño de 3 años, lanzar la pelota de plástico que le regalo el padrino, más lejos de los normal, inmediatamente se le ponen los ojos como caja registradora. «Ese muchacho es el que nos va a sacar de abajo, hay que buscar una academia de beisbol de inmediato para que lo vean y lo firmen».
Ya no se escucha aquel «estoy orgulloso de mi hijo, porque le echó un camión para ser el primer profesional universitario de la familia, ojalá sus hermanos y primos sigan su ejemplo”, o aquella frase que toda mi vida le escuche a mis padres, “cuando me muera no te dejaré nada material, solo los estudios. Ese será mi legado y me lo agradecerás por siempre».
Aclaro para los que están arrugando la cara, por supuesto que aplaudo y me siento orgulloso por esa cantidad de peloteros venezolanos que están en las ligas mayores. Por su esfuerzo y disciplina han logrado lo que han logrado, y los frutos, bien merecidos que están. La alegría que le brindan a sus compatriotas por su hazañas y metas deportivas, aligeran en algo la carga pesada que llevamos a cuesta día a día. Siempre es más grato levantarse en la mañana e informarse en cuanto subió el average de bateo de Luís Arráez, que ver en cuánto subió el «dólar criminal».
Lo que me preocupa, es que ahora el deporte profesional como el beisbol, el futbol y otros también muy rentables, sean la referencia de éxito social y bienestar económico, y no los estudios, como cuando yo era muchacho.
Bueno, en todo caso, es mejor que sean esas las nuevas referencias y no otras que exigen menos esfuerzo, menos sacrificio y menos talento, pero que son más riesgosas por poner en peligro la libertad personal y hasta la vida propia y de otros.
Cómo sociólogo entiendo que las expectativas para escoger caminos que faciliten el ascenso social, varían cuando varía el entorno. Hoy para los venezolanos un título universitario no es percibido como garantía de empleo ni remuneración acorde con los méritos alcanzados. Eso explica, en parte, el por qué nuestras universidades, otrora receptoras de cifras enormes de estudiantes, hoy vean reducir significativamente su número de matriculados.
Por lo pronto, ya concluido el artículo, me apresto a preparar mi maletín porque tengo juego de softball este sábado.
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Tulio Ramírez es abogado, sociólogo y Doctor en Educación. Director del Doctorado en Educación UCAB. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.
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