¿Cómo salir del laberinto?, por Marco Negrón
Hay momentos en los que uno siente que las palabras son inútiles, quizá hasta perjudiciales; en los que la incertidumbre es tanta que más valdría callar. Y este pareciera uno de esos momentos: la suma de desgracias que se ha abatido sobre nuestro país es tanta y tan carente de precedentes que cualquier opinión que vaya más allá de describir lo que nos ocurre pareciera insensata. Pero, al final de cuentas, callar hoy es delito: ahora más que nunca es preciso poner las ideas sobre la mesa y someterlas a la crítica
Como se ha venido insistiendo en esta columna, bajo el llamado Socialismo del siglo XXI la sociedad venezolana y sus ciudades han conocido una devastación sin precedentes, que, en pocos años, las ha llevado a desandar los caminos recorridos en un siglo; pero a esa suma de desgracias construida, hay que decirlo, piedra a piedra por quienes se autoproclaman portadores del futuro ha venido a añadirse esta voraz pandemia del Covid- 19.
Por la facilidad del contagio, ella ha obligado al abandono del espacio público y la reclusión de la humanidad entera en las cuatro paredes de la casa; en la medida en que se prolonga, ese eclipse de lo público golpea con singular dureza al pequeño comercio: librerías, bares y cafés, pequeños restaurantes, talleres artesanales, barberías y gimnasios, es decir, aquellos no considerados como prioritarios pero que, además de su vital rol en la economía local, son los principales animadores de la ciudad, la sal de la vida urbana.
Por definición, la ciudad es espacio público, aglomeración, roces y contactos con los otros, confianza en el desconocido, por lo que esa reclusión, hasta ahora la única forma conocida para evitar la enfermedad, se convierte en una agresión a la ciudad: vemos como un peligro la cercanía con el prójimo, el más leve roce con otro.
Como ha observado el filósofo Pascal Bruckner, las ciudades “se han convertido en el set de un film de horror, pero tu monstruo es tu vecino, y tú eres el suyo”.
Frente a esta hecatombe mundial que golpea con especial dureza a las ciudades pero cuyo final nadie vislumbra a corto plazo, países con las instituciones desmanteladas como el nuestro, arruinados económicamente, con elevados porcentajes de la población viviendo en ciudades en las cuales la gobernabilidad se ha desvanecido y se la trata de suplantar, inútilmente desde luego, por una represión indiscriminada, caben los peores pronósticos: no hay músculo financiero para apoyar a la población ni a los sectores económicos en crisis.
Y lo más grave: pareciéramos intelectualmente paralizados, incapaces de abrir una reflexión acerca de cómo encarar el futuro catastrófico que se nos vino encima y en el que, para remate, el petróleo, que para bien y para mal fue el recurso in extremis con el cual contó este país para salir de las crisis, envía señales inequívocas de agotamiento.
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Es duro decirlo, pero somos un país a la deriva, no sólo golpeado por la crisis con fuerza redoblada sino, además, sin estrategias ni ideas para encarar un futuro inédito.
Otros países y ciudades que cuentan con instituciones sanas están reflexionando intensamente sobre esos temas: Milán y París se disponen a lanzar ambiciosas acciones para descongestionar el transporte público y ampliar los espacios de exclusión de los vehículos a motor; tan pronto como el 4 de mayo Bruselas se propone declarar íntegramente su casco histórico zona prioritaria para peatones y ciclistas, minimizando la presencia de automóviles y limitando su velocidad al mínimo; otras ciudades estudian escalonar los horarios de apertura y cierre de actividades para aplanar los picos de tránsito. Holanda debate una estrategia de “decrecimiento”, y nos preguntamos, ¿cuánto puede “decrecer” un pigmeo?
Bruckner cerraba así el artículo que comentamos: “… nos encontraremos nosotros mismos, en nuestra reclusión, forzados a construir un arte de vivir, a transformar nuestro confinamiento en libertad. Nuestra calamidad es también una oportunidad”.
Pero esa ventana parece cerrada para nosotros, al menos mientras los responsables del desastre permanezcan en el cuarto de mando; para abrirla hay que empezar ya, sin más dilación, a debatir cómo salir del laberinto reconociendo que lo inédito del momento histórico nos obliga a un nuevo comienzo: gran parte de nuestras propuestas y planes han quedado obsoletos instantáneamente.