Contra la banalidad del mal, por Marta de la Vega
Twitter: @martadelavegav
Acuñada por Hannah Arendt a partir de su experiencia en el juicio de Adolf Eichmann, la noción «banalidad del mal» sintetiza un rasgo esencial del totalitarismo como sistema político. En su libro Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt caracteriza los proyectos totalitarios como expresión del «mal radical».
Botero y Leal lo destacan (Universitas Philosophica, Bogotá, 60, ene-jun 2013): «Los regímenes totalitarios ejercen una nueva forma de dominación, que no solamente destruye la libertad de los ciudadanos al exterminar los espacios políticos de participación ciudadana, como en el caso de los despotismos o tiranías, sino que controla totalmente las instituciones culturales, las relaciones sociales y la esfera privada de los individuos, logrando el propósito de privar a la población de su identidad personal y moral». Es una forma de dominación extrema: «dominación total».
Este modo de ejercer el poder destruye los parámetros morales, disuelve toda capacidad de arrepentimiento y convierte la anomia —como falta de ley y transgresión reiterada de las normas— en la regla de conducta de los que dominan, están subordinados al sistema o han sido permeados por este, al punto de destruir la humanidad de los otros, que no son más prójimo, ni siquiera potenciales enemigos sino cosas exterminables en caso de ser obstáculos de las propias acciones.
En el testimonio horrorizado de Arendt de las características «normales» del coronel de las SS juzgado por sus crímenes atroces en Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal, 1963, ella pasa de la noción «mal radical» de cuño kantiano a la de «banalidad del mal», ambas, indisociables caras de un mismo fenómeno.
Cuando se arrasa con la pluralidad y espontaneidad humanas, no solo cada uno es superfluo e intercambiable sino que puede ser eliminado sin piedad ni remordimiento. Para Kant, el «mal radical» es el resultado de acciones malvadas de una «mala voluntad pervertida» que no respeta los imperativos categóricos.
Para Arendt, ni siquiera puede atribuírsele connotación moral: «Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía […]». Se rompe con la dimensión ética inherente a nuestra humanidad.
Por eso, al referirse a los horrores de los campos de concentración y exterminio nazis, Arendt descubre que «no tenemos nada en que basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos».
La concreción de un sistema penal arbitrario y sesgado es el primer paso para la deshumanización. No hay razones objetivas que justifiquen persecución y castigo. La justicia no es la meta. No hay delito alguno ni razones para dejar fuera de la protección de la ley a algunas personas, ni oportunidad para ellas de defenderse jurídicamente, salvo su oposición al sistema.
Se liquida el Estado de derecho que ampara a los ciudadanos de los abusos del Estado. Peor aún, se fuerza al resto de la sociedad «al reconocimiento de la ilegalidad», como afirma Arendt en Los orígenes del totalitarismo: «El propósito de un sistema arbitrario es destruir los derechos civiles de toda la población, que en definitiva se torna tan fuera de la ley en su propio país como los apátridas y los que carecen de un hogar. La destrucción de los derechos del hombre, la muerte en el hombre de la persona jurídica, es un prerrequisito para dominarle enteramente».
Lo grave de este proceso destructivo descrito por Arendt es que en Venezuela lo hemos presenciado, impotentes; sobre todo a partir de 2014. Como ocurrió en los campos de concentración y exterminio nazis y en los campos estalinistas, lo único que queda es «la ley de la sobrevivencia». En este sentido, el segundo y tercer paso son el colapso moral y la pérdida de la humanidad.
Aunque la camarilla criminal que domina el país ha querido arrebatarnos la capacidad de resistencia y la conciencia cívica en Venezuela, aunque han querido borrar la existencia e identidad de los presos políticos, siguen muchas voces valientes en el país, con fuerza moral y autoridad, pese a los atropellos, para mantener y avivar la llama por la dignidad, la democracia y la decencia. E iniciativas creativas que afirman la libertad y proyectos comunitarios que fortalecen la solidaridad y el tejido social.
Pero hay entre los más vulnerables éticamente, en el ejercicio del poder político y en diversos sectores sociales, quienes han sucumbido a la pérdida de humanidad.
Dos maestras fueron asesinadas y descuartizadas por haber denunciado en su escuela la tenencia y consumo de drogas ilícitas de algunos alumnos. Dos mujeres fueron asesinadas después de haber protestado públicamente contra el hambre y los abusos de un mandatario local. Se exige carnet de la patria para ser vacunados.
Así como Alemania resurgió con gran fuerza moral y económica al superar el horror nazi, no podemos perder la esperanza de recuperar ética y socialmente el país.
Marta De La Vega es Investigadora en las áreas de filosofía política, estética, historia. Profesora en UCAB y USB.
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