Coronavirus, crisis y globalización, por Marta de la Vega
La rapidez del contagio de esta nueva pandemia originada en China, llamada covid-19, una enfermedad infecciosa que ataca los pulmones y los hace colapsar, es más peligrosa que su letalidad, relativamente baja. Sus efectos me recuerdan una de las terribles armas usadas al final de la guerra entre Estados Unidos y Vietnam con la caída de Saigón, retomada por los comunistas triunfantes.
A su retiro, las tropas derrotadas lanzaron como despedida la “bomba-solo mata-gente”, que eliminaba el oxígeno del aire en un radio de varios kilómetros alrededor de donde caía.
Miles de cadáveres quedaron esparcidos, todos sin heridas ni tiros en sus cuerpos, con un mismo gesto de las manos hacia el cuello, porque simplemente se quedaban sin poder respirar.
El genial humorista venezolano Pedro León Zapata la bautizó, con punzante ironía, la “solo-salva-corotos”.
El coronavirus se ha regado por todo el mundo y ha paralizado una buena parte del planeta. El único modo de frenar su expansión es el confinamiento o cuarentena y el distanciamiento social. Su contagio, sobre todo en la fase de incubación que dura entre 14 y 24 días, no revela síntomas en los infectados. Por eso, puede afectar simultáneamente y en proporción geométrica a millones de personas en un lapso muy breve, incluso sin que lo sepan.
Las consecuencias son catastróficas, como hemos visto en Italia y España, por el colapso del sistema de salud, en países que se consideraban entre los mejores del mundo desde el punto de vista sanitario.
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Simplemente, las personas enfermas no pueden ser tratadas y mueren, porque no hay cabida en los hospitales, ya que la demanda es mucho más alta que la disponibilidad de instalaciones adecuadas, hay escasez de equipos especializados para ventilar los pulmones, falta de materiales de protección para médicos y enfermeras y personal insuficiente.
Peor aún, se ha producido una situación extrema, que fuerza a los encargados de salvar vidas a ejercer una “medicina de guerra” y a enfrentar un dilema ético difícil, como escoger a quién suministrar ayuda especializada o quién es “elegible” para la Unidad de Cuidados Intensivos. Personas activas, valiosas en su vida personal, útiles en su vida práctica, intelectualmente productivas, muy apreciadas en su comunidad y en sus familias, no pudieron ser incluidas en esta categoría por ser mayores de 60 años, o no recibieron la atención oportuna pese a sus llamados de auxilio.
Esto tiene una connotación peligrosísima para las democracias, viola el Estado de Derecho y contradice normas constitucionales, porque el derecho a la vida no tiene grados, como tampoco el derecho a la información.
No es de extrañar que en China, donde el poder dictatorial es controlado por el partido comunista, se haya impuesto manu militari el cierre drástico de la ciudad de Wuhan, el aislamiento o desaparición forzada de sospechosos de portar el virus, la persecución y cárcel contra quienes advirtieron desde diciembre de 2019 de la aparición de una extraña neumonía mortal, como ocurrió con el oftalmólogo chino de 34 años Li Wenliang, víctima de la enfermedad.
Aún más grave y típico de los regímenes dictatoriales, son la opacidad, la desinformación deliberada y el engaño acerca de cuándo apareció la nueva cepa del coronavirus y de su alcance sobre la población.
Acaba de ser revelada una investigación de la televisora estadounidense NBC News según la cual, por documentos confidenciales a los que pudieron acceder, ya desde noviembre de 2019 el sistema de salud de Wuhan estaba colapsado y el gobierno chino ocultó la gravedad de la crisis.
Tampoco ha sido confiable el manejo de la epidemia por parte de la Organización Mundial de la Salud y su transparencia e imparcialidad han sido puestas en duda por razones políticas a favor del régimen de Xi Jinping.
Otra grave consecuencia de la pandemia es el colapso del sistema de producción, el brutal desempleo, la inminente recesión económica con repercusiones planetarias. Ni las soluciones del liberalismo ni las del keynesianismo se muestran hoy viables ante la crisis. Negocios cerrados, trabajadores en sus casas, consumidores confinados, provocan igualmente el derrumbe de las cadenas de suministro.
La expresión “tormenta perfecta” fue acuñada hace unos años por el economista Nuriel Rubini para referirse a una combinación de condiciones financieras tales, que llevan al colapso del mercado.
En Venezuela, no es solo un mercado cada vez más exiguo. La crisis económica, social y política se agudiza por la parálisis del país, no a causa de la cuarentena sino por falta de combustible para el transporte y distribución de productos, en especial, de alimentos. Por consiguiente, a la puerta aparece el horror de la hambruna.
¿Qué desafíos implica para la globalización y la democracia este desastre sanitario y qué significan sus secuelas en un mundo interconectado e interdependiente? No solo están cambiando las modalidades de producción, de enseñanza, de trabajo, sino que surgen otras formas de solidaridad y de comunicación.
Para la medicina comienza un nuevo paradigma. En adelante, atención médica globalizada y sistema transnacional de información, como ocurre con la justicia universal. No es el final de la “aldea global”, de la interconexión, herramienta clave de nuestra época. Se trata de democratizar la democracia para evitar regímenes autoritarios con pérdida de libertades y derechos.