Corrupción o desarrollo, por Rafael A. Sanabria M.
La corrupción nos viene desde la época colonial, cuando desde el virrey hacia abajo gozaban de sus prebendas pero sin asignaciones monetarias. Sus altos ingresos se los agenciaban con impuestos arbitrarios, alcabalas y robos legales institucionalizados. Así, los funcionarios de menor nivel expoliaban para ellos y para sus superiores, en una pirámide que erosionaba toda iniciativa productiva.
La corrupción ha sido intrínseca pero no es obligatoria. Podemos salir de ella si una parte importante de los ciudadanos están convencidos de que la corrupción es un problema solucionable. Más allá de ser una anomalía moral, es una traba para la economía, una rémora para el desarrollo.
Un autor señalaba el ejemplo de Italia, en el sur era necesario dar una propina a los funcionarios o no se obtenía ni un simple documento. En cambio en el norte el ofrecer una “mordida” indebida hacía que el propio funcionario le denunciase policialmente. Consecuencias: el norte estaba boyante y el sur muy empobrecido.
Para obtener esa masa crítica de ciudadanos en favor de una sociedad más límpida (y productiva) hay que crear una base legal que la favorezca, que no haya grupos de ciudadanos que disfruten de atajos para obviar las leyes. Acompañada de una base moral que no perdone fácilmente al ímprobo, y que las cargas del deshonor no caigan sobre el honesto como realmente sucede. Para esto hay que avanzar con las dos piernas a la vez: la de lo legal y la de lo moral.
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Cuando la corrupción forma parte del cuerpo de una nación y de su vivencia diaria, que le es intrínseca como temo es nuestro caso, se le favorece automáticamente de varias maneras. Siempre hay vías de escape legales para los corruptos (“el que hace la ley hace la trampa” reza el dicho), hay puntos ciegos para la supervisión y control, se crean estructuras que imposibilitan hacer una auditoría. Además, cuando se encuentra el dolo no hay certeza en la acción punitiva (o correctora). “No señalo con fuerza al corrupto ni le acorralo porque después me podría tocar a mí”. En fin, construimos una sociedad donde todos somos cómplices de nuestro propio fracaso.
En trágica coincidencia, los medios, la publicidad y ahora también el núcleo de la familia favorecen la imagen del “vivo”, además complementando el escenario con, por ejemplo, la sustitución del buen humor por la burla chillona, el deseo de progresar ha devenido en el de aparentar y lo importante es el individuo en desmedro de la sociedad. Sólo hay espacio para el yo. Pero un yo devaluado, sin fondo realmente valioso. Y la escuela tampoco está forjando en sus aulas a verdaderos ciudadanos, honestos y demócratas.
Retomando el hilo: la corrupción y el Estado autocrático están en nuestra raíz. Ambas formas hay que desterrarlas, en conjunto, a la vez. Una nación de valores y comportamiento cívico, así como una gestión pública honesta son dos caras de una misma sociedad, sincrónicas, indivisibles.
No hay progreso en el robo. Peor aun cuando la corrupción ya no es en desmedro de un Estado “buchón” en dinero, cuyas negativas consecuencias, indirectas para el ciudadano común, suelen verse lejanas y desvaídas. Sino que la corrupción es cercana. No una noticia en el periódico sino que te toca y te mira a los ojos, te llama por tu nombre. El Estado hipermercado comercializa cocinas, gasolina y harinapán, celulares, cemento y pernil. Se lo entrega al pueblo a través de sus propios emisarios que toman su gran tajada. Le meten la mano en la boca a las personas, casi literalmente, para sacarle el alimento que fue financiado con nuestro petróleo. Es la corrupción a su nivel más perverso, donde el ladrón no roba al Estado sino al vecino tan pobre como él.
No tenemos acceso para saber cuántas bolsas Clap, con cuales productos fueron enviadas. No sabemos cuántos bonos fueron entregados y cuantos fueron desviados. Apenas podemos contar los litros de gasolina que el coronel permitió vender al costo de un dólar por litro. Mientras la gente desesperada, como niños en piñata se lanzan al suelo a ver que pueden recoger. Sin detenerse a hacer el justo reclamo para no perder tiempo porque viene ya la otra piñata y tenemos esperanza que ahora si podemos tomar algo. “¿No te salió el bono?”, “Espérate, viene el bono del 24, seguro que ése sí te sale”.
La estructura de secretos fue diseñada (no fue accidente, sino una consecuencia prevista), diseñada para el robo. Para el robo en nuestro perjuicio directo.
Lo decía José María Vargas “se necesitan más hombres de moral que de estudio”. Si se le diera verdadera atención al tema desde el hogar, la escuela y el foro, en ese orden, sí seriamos un país potencia.
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