Corruptos los tuyos, por Teodoro Petkoff
Para garantizar la impunidad de sus corruptos, el chacumbelato viene poniendo en práctica varios procedimientos, cada uno más cínico y desvergonzado que el anterior. Por ejemplo, acusar de corrupción a rivales políticos. Es el truco de prender el ventilador y bañar con su propia basura a todo el mundo. La vieja artimaña del ladrón que señala a otros como ladrones, para desviar la atención. Por esa ordalía están pasando Manuel Rosales, Eduardo Manuitt, Ramón Martínez y Raúl Baduel. Con la colaboración de un sistema judicial prostituido, presto a fabricar cualquier prueba, a obstaculizar la defensa, y a desechar las pruebas en contrario, los acusados quedan a la merced de sus perseguidores, condenados de antemano. A sus jueces no les interesa desentrañar la verdad; independientemente de ella, ya están condenados. Rosales tuvo que buscar asilo en el extranjero. Manuitt está enconchado.
Baduel está preso. Nadie en su sano juicio está dispuesto a comparecer voluntariamente ante tribunales que juegan con dados cargados.
Otros, más sofisticadamente, denuncian a los denunciantes opositores. Estos, según esta especie, estarían aplicando un plan maligno de «destrucción de las instituciones», mediante la difamación de «honestos funcionarios públicos». Esto, por ejemplo, es lo que ha puesto a rodar José Vicente Rangel. Se comprende por qué. El ex alcalde de Petare, su hijo, está virtualmente aplastado por el peso de catorce grandes cajas de documentos de su propia gestión, que lo incriminarían («presuntamente») en gruesos y torpes atracos a los dineros del municipio que gobernaba.
Rangel padre se construyó una reputación (ahora sabemos que merecida sólo en parte) de guardián de la legalidad. No dejó costillar que su pluma no haya molido a palos en aquellos años anteriores a Chávez, cuando se autodefinía, no sin petulancia, como «el contrapoder». Varios de sus señalamientos sobre corrupción hicieron época. Es más, estableció el criterio, en alguna de sus columnas, de que era preferible la denuncia, incluso carente de pruebas o de sustentación, al silencio. Ahora, Rangel, cual vestal impoluta (una inevitable asociación de ideas conduce a la rima), asume lo óptica contraria.
Ahora prefiere el silencio, porque desnudar la corrupción podría «destruir las instituciones». Seguramente por eso, preocupado por las instituciones y por el Estado de Derecho, para proteger al gobierno, este tipo, que antes denunciaba al por mayor, en estos diez años de latrocinios que baten records, no ha sacado uno sólo a la luz. Ahora sugiere que no se toque a «papipapi» porque corre peligro la estabilidad del gobierno.
Dirán algunos que Dios castiga sin palo ni mandador.
Existe también la pura y simple sinvergüenzura. La Asamblea Nacional no quiere que en su sagrado recinto resuenen los nombres de Rangel hijo y de Diosdado Cabello, pero no tiene inconveniente en atender con sospechosa celeridad denuncias contra Didalco Bolívar. Como una cosa y la otra ocurrieron en la misma sesión, las patas de ese caballo se ven claaaritas.