Corte Penal, diálogos y acuerdos, por Rafael Uzcátegui
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A poca gente le gustan los conflictos. El venezolano promedio está convencido de que «hablando se entiende la gente», una noción cimentada entre nosotros por la cultura petrolera. A todos nos gustaría que la democracia y la vigencia plena de los derechos humanos regresaran al país con los menos traumas posibles, a partir de un pacto de caballeros entre los distintos actores. Sin embargo, el reciente anuncio del cierre de la oficina técnica de la Corte Penal Internacional (CPI) en Caracas ratifica, una vez más, la poca voluntad política de Miraflores para honrar los compromisos adquiridos.
En noviembre de 2021, el fiscal de la CPI, Karim Khan, realizó una visita oficial a Caracas. En un movimiento audaz convocó a una rueda de prensa, acompañado por Nicolás Maduro, para realizar un anuncio a dos bandas: el inicio formal de una investigación sobre crímenes de lesa humanidad cometidos en el país y la firma de un acuerdo de trabajo con las autoridades venezolanas.
Hasta ese momento, la coalición dominante había sido cautelosa en su relación con la CPI, y tenía buenas razones para ello. A diferencia de otros organismos internacionales de derechos humanos —cuyas funciones oscilan entre supervisar, investigar, documentar, recomendar o sugerir mecanismos de reparación—, la CPI es un tribunal que puede investigar, imputar, emitir órdenes de arresto y juzgar personas individuales por crímenes internacionales graves. Mientras la mayoría de los mecanismos de protección descansan en la «buena fe» de los Estados —pilar de la diplomacia internacional—, las decisiones de la Corte Penal son jurídicamente vinculantes.
Acuerdos sin cumplimiento
El inicio formal de la investigación reconocía, de manera implícita, que en Venezuela se habían cometido crímenes de lesa humanidad. Pero, al mismo tiempo, el acuerdo de trabajo apostaba a que las propias autoridades nacionales investigaran y sancionaran los hechos.
El denominado «Memorando de Entendimiento» era tan ambicioso como la profundidad del daño que requería ser abordado. En líneas generales, Nicolás Maduro se comprometía —nada más y nada menos— a reformar el sistema de jueces y tribunales «para garantizar la administración efectiva de justicia, conforme a los estándares internacionales». El objetivo de estas reformas era permitir «procedimientos nacionales genuinos», de modo que, en virtud del principio de complementariedad, los responsables de graves abusos fueran sancionados por las instituciones internas.
La principal razón por la cual las autoridades se comprometieron a cooperar con la CPI fue simular voluntad política y capacidad suficiente para impartir justicia en los casos denunciados. El llamado «principio de complementariedad» es piedra angular del Estatuto de Roma: la CPI solo interviene cuando el Estado no quiere o no puede llevar a cabo investigaciones y enjuiciamientos genuinos sobre los crímenes bajo su jurisdicción.
A partir de ese momento, la estrategia del chavismo realmente existente frente a la CPI siguió tres grandes líneas complementarias. La primera consistió en proyectar la ilusión de «cooperación» mientras se limitaba la reciprocidad real. La segunda buscó desacelerar o frenar la investigación recurriendo a los mecanismos procesales previstos en el propio Estatuto de Roma. La tercera se centró en disputar la narrativa, mediante el anuncio de decisiones que nunca se implementaban o la justificación y matización de los abusos cometidos.
Las violaciones de derechos humanos no solo continuaron, sino que se sofisticaron. El fraude electoral de julio de 2024 inició el terrorismo de Estado, las detenciones de familiares, la anulación masiva de pasaportes, la delación comunitaria, las sentencias judiciales por estampar una camiseta o enviar un mensaje a un chat de WhatsApp.
El autoritarismo, víctima de su propia inercia, pasó rápidamente a «normalizar» la investigación de la que era objeto y fue reduciendo progresivamente sus esfuerzos de simulación, hasta llegar a un punto muerto. Durante mucho tiempo, el chavismo no enfrentó costos políticos significativos por incumplir compromisos internacionales ni por su falta de tacto —cuando no abierto desaire— en sus acciones diplomáticas. Pero esto ha empezado a cambiar.
Países tradicionalmente neutrales, como Noruega, han expresado su disgusto frente a la deriva represiva y la falta de seriedad de la palabra empeñada. Delegaciones europeas han condicionado avances políticos o económicos al cumplimiento mínimo de los compromisos asumidos. Y organismos multilaterales han dejado constancia —de manera cada vez más explícita— de que las señales de cooperación enviadas por Caracas no se traducen en acciones concretas.
El cierre de la oficina de la CPI es, en ese sentido, mucho más que un gesto administrativo: es la constatación de un fracaso. No de la diplomacia, sino del gobierno venezolano, que desaprovechó una última oportunidad para demostrar que podía encaminarse –por las razones que fuera– hacia una mínima credibilidad institucional.
Lo ocurrido confirma un patrón histórico: ningún incentivo diplomático, por generoso o políticamente conveniente que sea, ha logrado modificar la conducta de un poder que percibe cualquier forma de rendición de cuentas como un riesgo existencial.
Ese es, quizá, el dato más preocupante para el futuro inmediato del país. Porque sin voluntad para cumplir acuerdos, sin independencia judicial y sin reformas que vayan más allá del papel, cualquier intento de negociación o reconstrucción democrática está condenado a repetirse en un bucle interminable de promesas incumplidas. Y continuar con el sufrimiento para la población.
Rafael Uzcátegui es sociólogo y codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (Gapac) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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