Cotas para la vida y la paz, por Nelson Oyarzábal
Twitter: @neloyarz11gmai1
Disfrutar de una caminata un domingo cualquiera por los lados de la Cota Mil o la Avenida Boyacá, como también suele llamársele, es una experiencia muy agradable y gratificante. El aire fresco que brinda la majestuosa montaña —ícono natural, ecológico y paisajístico de la ciudad—, el contacto cercano con su vistosa vegetación y la posibilidad de mirar a lo ancho buena parte de la urbe capitalina, la convierte en una opción sumamente atractiva.
Lo que se vive y se experimenta en ese micromundo es algo fascinante y especial. Todo fluye en plena armonía: ciclistas, patineteros, trotadores, caminantes y mascotas comparten sin mayores tensiones ni conflictos.
Gente de diferentes estratos sociales, cada quien en lo suyo, disfrutando como más le gusta y bajo un clima de sana convivencia y amena cordialidad.
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Es como si el ciclo de la naturaleza, y lo que ella representa, envolviese con su energía a todos los que allí se dan cita; interviniendo en el estado de ánimo, la actitud y la relación de los visitantes entre sí y con su entorno. Un auténtico remanso de paz, de relajamiento y de disfrute colectivo se percibe en ese larga ruta que va desde Petare hasta La Pastora. La infalible violencia, tan presente y diseminada en todas partes de la ciudad allí no tiene vida ni chispa que la encienda.
Desde este mismo enclave de buena vibra, ubicado a 1.000 metros sobre el nivel del mar —de allí su nombre de Cota Mil— se divisa a lo lejos y hacia el sur otra zona que, curiosamente, recibe el nombre también de cota: la Cota 905, un barrio con más de 60 años de existencia, gobernado abiertamente por el hampa y la delincuencia, producto de la irresponsable política del gobierno con la implantación del programa “Zonas de Paz”.
Este patético y peligroso invento consistió, entre otras cosas, en dotar de armamento a las bandas dedicadas al tráfico de drogas para que impusiesen su propia ley y tomasen el control absoluto del territorio; a tal punto que ningún ente de seguridad del Estado puede intervenir en dichas localidades.
Contrario a todos los estudios y recomendaciones sobre políticas y programas de desarme que se han producido en la región y en el propio país, “las lumbreras” de la revolución bolivariana lo que hicieron fue echarle más leña al fuego y agudizar la espiral de violencia.
Y, por si fuera poco, los cuerpos de seguridad del Estado, en la actualidad, lucen incapaces de neutralizar y hacerle frente a sus propios engendros: bandas apertrechadas hasta los dientes, cuyo armamento muchas veces los supera en potencia y efectividad. Los últimos enfrentamientos de reciente data entre estas bandas criminales y los distintos organismos policiales y de seguridad hablan por sí solos.
Todo esto nos coloca como sociedad en una situación de extrema vulnerabilidad, con riesgos de impredecibles consecuencias. Definitivamente, se le escapó de las manos la situación al Gobierno. Mayor torpeza e irresponsabilidad luce imposible.
¿Y entonces? Cómo devolver a un país o a una comunidad el sagrado derecho de vivir en paz cuando es el propio Estado quien socava y dinamita las bases de la convivencia social. He allí la gran paradoja y lo complicado del asunto: tener como sociedad que enfrentar el impacto brutal de esas políticas erráticas y, en paralelo, desmontar y denunciar la deliberada intención del gobierno de promover el miedo y la violencia en las comunidades populares y en muchos ámbitos de la vida social.
Más allá de estos despropósitos y desatinos, se impone la necesidad de perfilar en la agenda de las organizaciones políticas, sociales, educativas y comunitarias el tema de la cultura de paz en aras de minimizar los niveles de violencia y ofrecer alternativas de participación social.
Una auténtica zona de paz, como lo mencionaba al principio, la representa genuinamente la Cota Mil en su versión dominguera, así como muchos parques y espacios recreativos, donde la gente se encuentra para compartir consigo mismo, con los demás y con la naturaleza.
Como ciudadanos nos corresponde en esta batalla injusta y desigual, llamar las cosas por su nombre y propiciar desde nuestros respectivos centros de acción, más puntos de contacto e integración entre la gente, más alternativas de recreación e integración ciudadana. Más cotas abiertas para la vida y la paz, en contraposición a los terribles escenarios impuestos en el país y sus comunidades marcados por la violencia, el control totalitario y la muerte.
Nelson Oyarzabal es Antropólogo (UCV). Consultor de Programas sociales y culturales. Profesor Universitario.
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