Cruzado de la paz y la esperanza, por Teodoro Petkoff

Ya la larga agonía que le tocó en suerte a Juan Pablo II ponía inexorablemente en evidencia el inmenso interés y los afectuosos sentimientos que este último jefe de la Iglesia Católica supo despertar en la gente de todos los lugares.
Y ahora, desde el momento mismo en que se supo de su muerte, no han cesado las manifestaciones de dolor y duelo en el seno de todos los países, de las diversas Iglesias, de las más diferentes etnias y culturas. Conmoción universal, puede pensarse, que, no es sino grata y esperada respuesta a lo que fue el rasgo fundamental de la personalidad de Juan Pablo II: su apasionado interés por los problemas que vivían los hombres de su época, independientemente de su condición social o cultural e independientemente también del lugar donde los padecieran.
Podría, pues, pensarse, no sin cierta razón, que la inquietud y la compasión que han mostrado humildes y poderosos ante la enfermedad y muerte de Juan Pablo II es el eco del interés por la preocupación que él mostrara, a su vez, por la situación del prójimo, del prójimo cercano o remoto.
Pero si queremos explicarnos por qué esta inquietud es universal y marcada por el mismo signo de simpatía y afecto, encontraremos que es respuesta más bien a los motivos profundos que, según él decía y mostraba, animaban su también universal solidaridad con el prójimo. Y esos motivos no eran otros que la búsqueda de la justicia, a través de los caminos de la paz, del diálogo y del llamado a la aceptación plena y valiente de las propias responsabilidades. “La clave para resolver los conflictos económicos, políticos, culturales e ideológicos es la justicia –dijo en Nigeria, en medio de católicos y de fieles de muchas otras religiones-. Y la justicia no es completa sin el amor por el prójimo. Dialogar y reconciliarse con el prójimo no es debilidad ni cobardía. Al contrario exige valentía y, a veces, hasta heroísmo: victoria sobre sí mismo más que sobre los otros que nunca deberá ser considerada como un deshonor”.
Fue ese perseverante afán de convencer a los unos de la necesidad del diálogo y a los otros de la ineludible necesidad de asumir las propias responsabilidades lo que lo llevó a realizar empresas tomadas por imposibles. Así, el primer viaje a Polonia, en abril del 79, que se toma como comienzo del movimiento de liberación nacional encabezado por Lech Walesa, estuvo precedido del diálogo que sostuviera con Andrés Gromyko, el poderoso canciller del imperio soviético. Y el viaje del 98 a Cuba, que reavivó el espíritu de lucha de los católicos y trajo un poco de esperanza a la isla entera, comenzó a negociarlo con Fidel Castro desde 1988. Diez años para convencer al jefe supremo que el diálogo era necesario y para devolver alguna esperanza al pueblo cubano.
Practicante como político y hombre de estado, de esta estrategia de diálogo que tan cálida recepción ha tenido, Juan Pablo II, la olvidó, con igual perseverancia, como jefe de la Iglesia y como teólogo. Se negó sistemáticamente a dialogar con aquellos feligreses que igualmente clamaban por justos cambios en el seno de la Iglesia: derecho al sacerdocio a las mujeres, tolerancia del aborto, mayor participación de los seglares en los ritos católicos, etc. Exitoso como hombre de Estado y falible, irónicamente, como sumo Pontífice del catolicismo, se le recordará de todos modos como el Papa que devolvía a los oprimidos la esperanza en la justicia.