Cuando callar parece más seguro, por Rafael Uzcátegui

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Leonardo Montes (nombre ficticio) está preso. Su familia, como muchas otras en Venezuela, ha decidido guardar silencio. No lo hacen por indiferencia, sino por miedo. Tienen razones: temen empeorar su situación si denuncian. Temen represalias. Temen hablar de nuevo con quienes, tantas veces, no han podido hacer nada.
En Venezuela, el gobierno continúa encarcelando personas por razones políticas. Sin embargo, conocer la magnitud de esta represión se ha vuelto cada vez más difícil. ¿Por qué? Porque muchos casos no se denuncian. Porque el miedo paraliza. Porque la fe en los mecanismos de protección se ha ido erosionando. Y en medio de ese silencio forzado, los organismos internacionales –que deberían ser refugio y amplificador de las víctimas– enfrentan también una profunda crisis en sus herramientas para disuadir y contener el abuso de poder en situaciones como la nuestra.
La periodista venezolana en el exilio, Sebastiana Barráez, abordó recientemente esta situación en su programa Sebastiana Sin Secretos. En la edición del 17 de junio, bajo el título «¡Ya basta, Volker Türk!», cuestionó con fuerza la ineficacia del trabajo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh) en el país. Lo hizo desde su experiencia personal al solicitar ayuda para su colega Ramón Centeno, y desde la indignación acumulada frente al deterioro sostenido de los derechos humanos.
Su catalizador fue el discurso de apertura de la 59ª sesión del Consejo de Derechos Humanos, donde el Alto Comisionado Volker Türk expresó su «preocupación» por las detenciones arbitrarias, las violaciones al debido proceso y las denuncias de torturas desde el 28 de julio de 2024. Barráez respondió con claridad: la preocupación no basta. Porque a pesar de la presencia del Acnudh en el país, la represión no se ha detenido. Se ha sofisticado y se ha agravado.
Sus críticas no son aisladas. Son compartidas —hasta ahora en privado— por diversos defensores de derechos humanos que, durante años, han manifestado su frustración en reuniones privadas con representantes de la ONU. La crítica abierta había sido contenida por una pregunta que opera como chantaje: «¿Acaso quieres que el Acnudh se vaya del país?»
La incomodidad, sin embargo, ha desbordado ese dilema. Porque el verdadero debate no es si el Alto Comisionado debe quedarse o retirarse, sino qué sentido tiene su presencia si no logra proteger a las víctimas. La denuncia de Sebastiana ha abierto una caja de Pandora llena de frustraciones, dudas y silencios acumulados.
Max Weber, uno de los padres de la sociología, describió la «acción racional con arreglo a fines»: cuando una persona busca un objetivo, evalúa los medios más eficaces para alcanzarlo. Si una institución no cumple ese propósito, el actor racional cambia de estrategia o se retira. Años después, Peter Berger y Thomas Luckmann añadieron que las instituciones sólo funcionan si la sociedad cree en su eficacia. Cuando fallan repetidamente, pierden legitimidad.
Eso es justamente lo que está ocurriendo. Las instituciones de protección internacional que deberían acompañarnos están dejando de ser vistas como aliadas eficaces. Y eso tiene consecuencias graves. Cuando se pierde la fe en el sistema internacional de derechos humanos, no solo se debilita su capacidad de acción. Se debilita también la capacidad de actuación de los defensores que están en terreno. Nuestro margen de incidencia.
La situación venezolana lo ilustra de forma dolorosa. Durante años, líderes políticos, activistas, organizaciones nacionales e internacionales hemos activado todo el repertorio institucional disponible: informes, audiencias, misiones, pronunciamientos, medidas cautelares, mecanismos especiales. Pero la represión continúa, cada vez peor. La ciudadanía lo percibe. Y responde como puede: a veces con resignación, con silencio. A veces intentando negociar en privado lo que el sistema no logra resolver en público.
La última esperanza parece estar depositada en la Corte Penal Internacional. Que finalmente se anuncie el inicio de un caso, por delitos contra la humanidad, con nombre y apellido. Y que esto sirva como muro de contención para el resto. Pero incluso allí hay quienes temen que la burocracia, los plazos y las presiones terminen ganándole a la justicia.
Como defensor de derechos humanos, con dos décadas de experiencia, siento una profunda frustración. Por nuestras propias limitaciones. Por la impotencia que enfrentamos para proteger a quienes más lo necesitan. Y porque, finalmente, no hablar de esto no lo resuelve. No denunciar las fallas del sistema no lo fortalece. No mirar el problema no hará que desaparezca.
Los nuevos autoritarismos han aprendido a navegar y manipular el sistema internacional. Lo utilizan como escudo simbólico mientras continúan vulnerando derechos fundamentales. Se adaptan. Se camuflan. Y logran que organismos que nacieron para proteger víctimas terminen, sin quererlo, legitimando la violencia que deberían denunciar.
No tengo una respuesta definitiva sobre si el Acnudh debe continuar operando desde dentro del país o si su labor sería más efectiva desde el exterior. Pero sí tengo claro que su estrategia de actuación debe revisarse con urgencia. Porque la función de resguardo y protección a las víctimas está hoy, evidentemente, lejos de cumplirse.
Lo peor que puede ocurrir es que el desencanto se convierta en costumbre. Que la población no solo calle por miedo, sino porque ya no espera nada. Ni del Acnudh ni de nadie de derechos humanos. Que las familias de los presos políticos se alejen no solo del Alto Comisionado, sino de todos los que trabajamos en esta causa. Porque en esa desconexión se pierde el sentido mismo de la defensa de los derechos humanos: proteger la dignidad de quienes no tienen voz.
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Y quizá allí esté otra de las claves del silencio. No es solo miedo. Es una estrategia frente al vacío. Un intento de sobrevivir cuando la fe en la justicia se ha ido apagando. Sigo creyendo que seguimos estando a tiempo de revertir esta situación.
Rafael Uzcátegui es sociólogo y codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (Gapac) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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