Cuando decir “te quiero” incomoda, Luis Ernesto Aparicio M.

A punto de terminar el día, de esos a los que podríamos llamar normales, un suceso que podríamos tomar como una «rutina divertida» llamó poderosamente mi atención y, por supuesto, mi acción.
Dos niños —usaré el genérico para no identificarlos concretamente—, ya entrando en la adolescencia, se despedían y uno le dijo al otro: «cuídate en estos días de descanso», y remató con un sincero «te quiero mucho», lo que provocó de inmediato la reacción —esta vez sí de la diversidad— que, entre risas, burlas y gestos incómodos, criticaban, por no decir otra cosa, esa última expresión.
Pasado lo ocurrido, dediqué unos minutos en intentar explicar a estos de la sorna, y a todos en general, que la forma en que manifestamos cariño o aprecio hacia alguien muchas veces viene condicionada por la carga emocional y educativa que hemos recibido: ya sea por herencia o por aprendizaje. Este aprendizaje tiene como escenarios principales nuestros hogares, las escuelas, los medios de comunicación, y hoy más que nunca, las redes sociales, que se han convertido en protagonistas de nuestras formas de expresión y relación.
Decía entonces a ellos que la manifestación de afecto es una de las formas de comunicación más genuinas entre los seres vivos. Los seres humanos, al poseer la capacidad del lenguaje, le damos significados y formas, pero eso no hace que el fondo —la necesidad de vincularnos— cambie. No hay nada malo en decirle a un amigo que se le quiere. No es debilidad. No es desviación. No es motivo de vergüenza. Esa idea de que los hombres no lloran ni se abrazan ni se dicen palabras dulces ha hecho demasiado daño. Y lo sigue haciendo.
Esta escena tan sencilla me hizo recordar un informe del European Policy Centre, un laboratorio de pensamiento con sede en Bruselas, que analiza el resurgimiento de la «cultura del más fuerte». En uno de sus estudios recientes, se aborda cómo los movimientos ultraconservadores están promoviendo, de forma estratégica, la figura del hombre rudo, dominante, emocionalmente impermeable, como una respuesta al avance de los derechos de las mujeres y de otros grupos diversos.
Los investigadores señalan que partidos de ultraderecha han comenzado a explotar, con habilidad y oportunismo, el malestar de ciertos sectores masculinos, especialmente hombres jóvenes que sienten que su rol tradicional ha sido desafiado o desplazado.
La narrativa que venden es peligrosa: que la igualdad ha ido demasiado lejos, que las mujeres están «ocupando» espacios que antes eran suyos, y que ese cambio está directamente relacionado con su inseguridad económica y emocional.
Lo más alarmante es que esta narrativa, disfrazada de preocupación social, está siendo alimentada desde las redes sociales con datos falsos, frases simplonas y una constante apelación a la nostalgia: a ese pasado donde el hombre «mandaba», proveía y no tenía que mostrar sensibilidad porque eso «no era de hombres».
Pero ese pasado no es viable. Y menos aún deseable.
Yo provengo de una generación donde muchos padres, como el mío, fueron proveedores únicos, mientras las mujeres eran relegadas a los cuidados del hogar. Era un modelo que parecía funcionar, pero lo hacía a costa de muchas renuncias y silencios. Hoy sabemos que una sociedad sana no se construye sobre esos pilares. El afecto, la ternura, la empatía no son atributos que debamos esconder; al contrario, son herramientas de fortaleza, seguridad y sobre todo de transformación social.
Es preocupante que nuestros jóvenes comiencen a simpatizar con discursos que promueven el retorno de ese hombre autoritario y cerrado, incapaz de decir «te quiero» sin sentirse en falta.
La lucha por la igualdad no es una amenaza; es una oportunidad para que todos, hombres y mujeres, vivamos con más libertad.
Por eso no es un asunto menor cuando desde ciertos liderazgos políticos –especialmente aquellos con vocación autoritaria– se pretende reinstalar el conflicto cultural entre hombres y mujeres, como si el avance de los derechos de unos implicara la pérdida inevitable de los otros.
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El verdadero riesgo para nuestras sociedades no está en la igualdad de género ni en el reconocimiento de identidades diversas, sino en el retroceso que promueven quienes insisten en volver a un modelo de relaciones basado en la dominación y el miedo al otro. Ese impulso regresivo, disfrazado de defensa de valores tradicionales, amenaza con desandar un camino que ha costado generaciones construir y que es esencial para una convivencia más justa, humana y libre.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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