Cuando Elsa desaparece, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Piedra a piedra, día tras día, ella se afanaba con deliberada lentitud y sin descanso en construir su propio muro para aislarse del resto del mundo. Algo había en su pasado que le oprimía interiormente y quizás se desesperaba por entenderlo pero, lejos de hallar las respuestas, prefería refugiarse en el silencio. Sí, así era la chica que asistió al cumpleaños de Bernard y se mantuvo solitaria durante toda la noche, recostada en el sofá hasta que Leo se le aproximó y le preguntó si era la amiga de Arianna. Ella le miró no sin cierta aprensión, como quien evita dejarse sobornar por las palabras vacías.
La pregunta podría ser la excusa probable de quien viene por un avance. Así que bajó la cabeza como si no lo hubiese escuchado y con su silencio obligó a Leo a retroceder y disculparse sin saber por qué y optó por quedarse sentado inventando que revisaba los mensajes del móvil.
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“No”, contestó ella, pasados algunos segundos, en procura de una conversión progresiva de su mudez a las palabras. Entonces fue cuando Leo supo que se llamaba Elsa y de lo exigente que se mostraba consigo misma. Delgada, atractiva pero no tan hermosa, el cabello ensortijado y sin arreglar, de piel blanquecina y unas piernas bien contorneadas, Elsa ocultaba más que un misterio detrás de esa figura dócil, vulnerable. Leo disfrutaba cuando ella clavaba sus ojos negros como interrogándolo. Luego se enteró que se ganaba la vida escribiendo en redes sociales para una empresa de marketing.
Desconfiada, Elsa recelaba de todo. De los vecinos y de los compañeros de habitación y más aun de las otras chicas de la oficina. Mantenía una excesiva manía por la limpieza que a veces exasperaba. Leo llegó solo a tenerla como amiga, a pesar de que las intenciones no eran otras que la de besarla y acostarse con ella. No obstante, venció la obstinación. Paso a paso fue conquistando su confianza, y no miente Leo cuando aseguró que esa suerte de interrogatorio policial que le sometía en ciertos momentos le ganó el pulso a su desconfianza y la convenció de zafarse de esa existencia cargada de culpabilidad que parecía arrastrar desde la infancia.
Pero Elsa había sido abducida por la depresión. La mitad de lo que veía en los demás le molestaba, la otra mitad del mundo que se develaba ante sí la llevaba directamente al llanto. En más de una ocasión echó a Leo del apartamento, y cuando éste volvía y tocaba la puerta, ella en tono de reconciliación le recibía con una sonrisa y los brazos abiertos. Tras un viaje que Leo hizo por tres días a Lisboa, Elsa aprovechó para mudarse a otro lugar.
Se retiró del trabajo y sus amigos eran escasos como para ofrecerle datos y conjeturar acerca del lugar donde se había refugiado. Meses que no supo de ella. Pero tampoco, a decir verdad, se interesó en buscarla. En cuestión de semanas la pasó al desván del olvido.
Hasta ese jueves en la mañana cuando bajando por la escalera de la estación del metro la vio en un extremo del andén. Desesperado, Leo se abrió paso entre la gente que aguardaba el vagón que entraba velozmente. Cuando gritó su nombre, Elsa volteó y desapareció. El maquinista dijo que no la vio y las personas que estaban a su lado no sospecharon jamás que iba a dar el paso prohibido. Al salir de la comisaría, Leo sacó de su chaqueta los boletos de viaje para Berlín que le tenía reservado como regalo de su cumpleaños. Revisó y notó que la chica de la aerolínea se había equivocado y había escrito Emmy. Leo hizo un gesto de resignación y se preguntó ¿será que ahora tendré que conocer a esa tal Emmy?
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España