Cuando la estulticia sustituye a la política, por Humberto García Larralde
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Se entiende que el juego político es propio de la democracia, por cuanto en una dictadura simplemente se impone lo que decide el autócrata. Supone que la rivalidad entre opciones de poder se dirime construyendo mayorías para ganar las elecciones y respaldar la gobernabilidad. Idealmente, la gente decidiría sus preferencias políticas con una evaluación racional de las propuestas programáticas que les son presentadas, a partir de sus particulares intereses y/o valores. Pero en la “realidad real”, la cosa difícilmente ocurre así.
Las mayorías suelen armarse con el auxilio de discursos que cultivan afectos por el líder y por lo que propone –la única opción válida a ser considerada—, mientras descalifican al adversario y sus propuestas con base en contraposiciones simbólicas que lo retratan negativamente. Desde el poder, se tejen redes clientelares para cosechar lealtades y apegos. Es decir, obra mucho la manipulación discursiva del imaginario popular, tanto o más que apelar a que prive su racionalidad.
Chávez fue un maestro en este proceder, erigiéndose como auténtico heredero del Libertador y retratando a AD y Copei como representantes de una oligarquía que lo había traicionado, gobernando contra los pobres desde que Venezuela se separó de la Gran Colombia. En este encuadre, los militares eran garantes de los intereses patrios, amenazados por esas élites. Este imaginario maniqueo, evocando la épica emancipadora, se insufló con discursos de odio que capitalizaron resentimientos y ansias de revancha de gruesos sectores de la población postergados, y para discriminar y amenazar a quienes se le oponían.
Nunca ocultó la eventualidad de la violencia, si la situación lo ameritaba. Al someterse (gustosamente) a la tutela de Fidel Castro, enfiló su retórica a enfrentar a los EE.UU. y a la «ultraderecha». Con clichés de la mitología comunista, proyectó una realidad –un constructo ideológico—en la que posicionó su patrioterismo decimonónico en la Guerra Fría del siglo XX. Y, para darle sustancia, instrumentó una serie de programas de reparto, las recordadas «misiones», valiéndose de ingresos petroleros que, a partir de 2004, nunca dejaron de serle favorables.
Independientemente de lo que pensemos hoy del discurso de Chávez y de sus prácticas populistas, le funcionaron. Si bien con ventajismo, intimidación y acoso a los medios, construyó con ellos mayorías electorales en cuanta contienda participara, salvo aquella del cambio constitucional propuesto en 2007. Ayudó, desde luego, su manejo carismático del escenario político, la prodigalidad de una renta petrolera que ocultó el desmantelamiento del aparato productivo y los errores políticos de las fuerzas opositoras.
Con el dedazo de Chávez, Maduro accedió a la presidencia. Creyó que no tenía más que repetir la receta de su mentor. Pero al retroceder la marea de los altos precios petroleros a finales de su segundo año, desnudó una economía inerte, una producción petrolera en picada, una deuda externa impagable y una corrupción descomunal alimentada por los controles de cambio y de precios.
Ante el triunfo opositor en las elecciones parlamentarias de 2015, montó una institucionalidad paralela que liquidó definitivamente el ordenamiento constitucional y procedió a desatar el terrorismo de Estado contra protestas, con numerosos muertos, un abultado número de presos políticos, muchos torturados. Lo acompañó con la persecución de medios independientes y de la censura. Todo «justificado» con la retórica «revolucionaria».
Los venezolanos hemos padecido cruelmente su adhesión a esa cartilla. Una caída de la actividad económica de casi un 80%, una sostenida y severa hiperinflación, una escasez extendida de bienes y servicios y niveles de hambre y miseria, jamás imaginados. Al quedarse el Estado sin recursos, accedió a liberar precios, incluyendo el de las divisas, pero en el marco de un severo ajuste neoliberal que agravó sensiblemente los altísimos niveles de desempleo. Más de 7 millones de venezolanos han tenido que huir a otros países, desesperados por esta situación de destrozo y por el escamoteo de oportunidades.
Tales estrecheces presionaron al chavo-madurismo a superar su aislamiento financiero internacional, negociando ciertas concesiones de apertura política. Firma, así, el acuerdo en Barbados, el 17 de octubre de 2023, comprometiéndose a unas elecciones presidenciales confiables, en respuesta a la suspensión de las sanciones impuestas en su contra. Lamentablemente, optó por darle una patada a la mesa cuando se dio cuenta de que su derrota electoral era insalvable ante el auge de esperanzas de cambio que brotaron en torno a la candidatura de María Corina Machado.
Maduro y los suyos se han atrincherado tras la inconstitucional inhabilitación de MCM como candidata. Decidieron apresar a sus seguidores más cercanos, con la ridícula acusación de que son «terroristas» involucrados en conspiraciones para desestabilizar al país o atentar contra Maduro. Es decir, en vez de responder con los instrumentos del juego político puestos a su disposición por la contienda electoral, optaron por abdicar de sus posibilidades de recuperar credibilidad y espacios con las democracias cercanas, tan importante cuando pesan sobre ellos acusaciones muy serias y bien documentadas de violación de derechos humanos por parte de organismos internacionales.
El juego político quedó desechado por uno con reglas muy diferentes: o te sometes o te reprimo. Lo insólito es que tan bárbaro salto atrás pretende ampararse en nombre del «Pueblo» con el mismito discurso «revolucionario» de antes. Pero nadie lo cree. ¡Se acabó la magia! Al momento de escribir estas líneas, el CNE todavía no había permitido inscribir a Corina Yoris como candidata presidencial de la MUD y de UNT. Simplemente se pusieron estúpidos.
Uno entiende que esta posición sea asumida por el núcleo fascista duro, conformado por Maduro, Cabello, Padrino y los hermanos Rodríguez. Personajes resentidos, torcidos por la corrupción, por su anuencia con la violación de derechos humanos fundamentales, incluyendo el de la vida, y por su entrega abierta a intereses foráneos. ¡De ninguna manera aceptarían que por la voluntad popular perdieran el poder! Pero, a estas alturas, cuando es tan visible la bancarrota y la ausencia de futuro de esa opción, cabría esperar la presión de factores internos del chavo-madurismo para abrir puertas a la convivencia, a la posibilidad de reacomodarse para no desaparecer del escenario político, y limpiar su imagen por tanto desafuero cometido en nombre de una «revolución» que nos retrotrajo al siglo XIX. Para que sean suspendidas definitivamente las sanciones sobre el petróleo y se logre la inserción financiera en el mercado internacional, condiciones necesarias para atraer los recursos que permitan revertir esta caída libre a la pobreza urdida por tan irresponsable conducción de la cosa pública durante los últimos lustros.
Tienen la palabra los chavistas. Tarek William Saab ha expresado claramente con quienes se alinea. Asumiendo el papel de Torquemada, ha optado por hundirse como integrante del cónclave neofascista. P’al carajo toda pretensión sensiblera de poeta, como antes quería ser reconocido. ¡Qué vergüenza! Otros, con un cinismo que no conoce límites, anuncian, como acaba de hacer Delcy Rodríguez, una Alta Comisión del Estado contra el Fascismo y el Neofascismo que va a elaborar un proyecto de ley al respecto (¡!) ¿Decretarán su propia prohibición como fuerza política? ¿Pensarán salvarse proyectando en otros su propia condición?
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Hemos mantenido que el fanatismo embrutece, pues filtra deliberadamente la consideración de puntos de vista y opciones diferentes que deberían enriquecer la reflexión y la toma de decisiones. Termina en errores costosos. Pero cuando actitud tan sesgada se realimenta permanentemente con clichés y falsedades en las que ya nadie cree y que son, más bien, confesión de la condición propia, ya no es simple encogimiento de neuronas. ¡Es estulticia pura!
Esperaríamos, en beneficio del futuro nacional, mayor cordura, sensatez y sentido de la oportunidad de otros, aun cuando, hasta ahora, hayan continuado prestando su apoyo a este (des)gobierno.
Humberto García Larralde es economista, profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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