Cuando la mejor tradición es el error, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“País mal hecho,
cuya mejor tradición son los errores”
Juan Gustavo Cobo-Borda
De que la venezolana ha sido desde siempre una sociedad equivocada poca duda me cabe. Baste con asomarnos a sus usos y costumbres de toda la vida – el marcado gusto por el escocés y las peregrinaciones a Miami o la debilidad por las megacamionetas 4×4, por citar tan solo algunos pocos ejemplos – para reconocer los rasgos característicos de un país que por muchos años vivió muy por encima de sus posibilidades materiales. Más que del petróleo, Venezuela ha vivido del crédito. Así nos lo demuestra demoledoramente Terry Lynn Karl en su notable ensayo de 1997, en el que la autora – números en mano- destaca como desde mediados de los 70 este país ha ingresado más dinero por la vía del crédito que por la venta de crudo.
Deuda adquirida para financiar, entre otras banalidades, eso que Elisa Lerner bien llamó “la lentejuela rentista”, la misma que en su día trajo a Caracas a los mejores chefs de París y al Concorde, que montó en las tarimas del Poliedro a Freddy Mercury, le metió candela al pebetero olímpico con los Panamericanos del 83 e hizo posible, entre otros milagros, que cualquier funcionario ministerial de tercera o empleado bancario de clase media pudiera ponerse en un apartamentico en Brickel que habría sido la envidia de sus pares norteamericanos.
Pero sucedió que, como ocurre tras toda “palazón”, surgió el mesonero de ceño fruncido blandiendo la cuenta. “Señores, ¿quién va a pagar esto?”. Saltaron entonces los “manito ´e caimán” de siempre, esos que tanto se ven en las barras de los bares venezolanos: “¡pana, es que yo no he cobra´o!”. Se le vino el mundo encima a la Venezuela de la ilusión de armonía. De repente, sus inmensos LTD se redujeron a carcachas rodantes y aquellos fluxes de “solapa ancha y agresiva” que anunciaba Marco Antonio Lacavalerie se convirtieron en andrajos.
Y justo cuando el exasperado maitre se disponía a buscar al gerente para que se encargara de aquellos maulas obligándolos a dejar sus Rolex®, carteras, celulares y bolígrafos Montblanc® en depósito, hizo su aparición en la escena un oscuro teniente coronel que irresponsablemente decretó “barra libre” para todos
Ni qué decir que la farra continuó. El gusto por “lo bueno” adoptaría nuevas formas. Porque la Venezuela equivocada de siempre no se resignó nunca a privarse de ellos. Los sectores más pudientes lo tuvieron siempre claro, por lo que previsivamente, agarrando sus “macundales”, bien temprano optaron por marcharse. ¡Nunca hubo más venezolanos propietarios de “pisos” en el madrileño y muy exclusivo barrio de Salamanca que en estos tiempos!
Pero aquí subsistió, agarrándose desesperadamente a sus costumbres y particulares hábitos, una clase media negada a ver perdida su pretendida “calidad de vida” expresada en la satisfacción de tales gustos: la tablet de última versión, la ropita de marca y – por qué no- alguno que otro viajecito aunque fuera a Punta Cana. Bueno sea recordar que esa clase media que hoy despide con dolor a sus hijos en el aeropuerto teniendo a la “cromointerferencia” del recordado Cruz-Diez como escenario, es exactamente la misma que hace poco más de cuatro o cinco despegaba ¡desde allí mismo! rumbo a Panamá, Aruba o Quito en plan de “raspacupos”.
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Incluso en medio de esta hora aciaga que vivimos son obscenamente ostensibles muchas expresiones de nuestra larga tradición de país equivocado. Prueba de ello son las vallas publicitarias que contaminan aún más el ya deteriorado paisaje urbano caraqueño. En alguna de ellas, un hostal “cinco estrellas” en Canaima ofrece habitaciones con vista, no al Auyan-Tepui sino a su réplica en mampostería. Porque entre nuestros muchos equívocos como sociedad destaca la tendencia a valorar más la ficción que la realidad, un rasgo de estos tiempos que no escaparía al ojo crítico del gran Umberto Eco.
En otra valla, un gestor de Florida ofrece hacer realidad el “sueño americano” a cualquiera que contrate sus servicios. Viendo la pinta del tipo no puede uno sino evocar al profesor Lombroso: ¡porque a un personaje con esa facha no le encargaría yo ni el trámite de mi número de RIF! Más adelante se ven por doquier anuncios de exclusivos condos en Miami que sabrá Dios qué dinero limpio podrá pagar. Pero ninguna de esas inmensas vallas resulta tan patética como las que anuncian a profesionales de la salud – médicos y odontólogos- que con gran despliegue de marketing ofrecen hacer del cliente una venus o un adonis en un país que está clamando al cielo para que desde aviones en vuelo le arrojen kits de ayuda médica de carácter humanitario destinada a un pueblo depauperado y enfermo.
El dato de Wallerstein, recogido en un memorable editorial de la prestigiosa revista médica The Lancet de hace 20 años, es cuanto menos escalofriante: Venezuela y Brasil comparten la más alta tasa por 100 mil habitantes en el mundo de profesionales sanitarios dedicados a cuestiones estéticas. Porque en esta patria del error que somos, estar “bueno (a)” es más valorado que estar sano (a). Tal rasgo, que en apreciación de Gilles Lipovetsky es propio de las llamadas “sociedades hipermodernas”, debería confrontarnos éticamente con nosotros mismos de cara a nuestros espantosos indicadores de salud.
Ofende tal despliegue de mamas y glúteos en un país con más de 3 millones de subnutridos. Abofetea el look de galán de Bollywood de quien ofrece operar lo mismo en Caracas que en Santo Domingo siendo que muchos de nuestros servicios hospitalarios públicos más esenciales deber cerrar por no contar con especialistas
Quedan en la palabra las sociedades científicas y los gremios profesionales concernidos. En lo que a los médicos respecta, el mandato deontológico al que nos debemos es muy claro en materia de publicidad y oferta de servicios. Pero por sobre todo ello, quede aquí manifiesta la angustia de quien estas líneas escribe ante la recurrente constatación de nuestro culto social por el error y nuestra ligereza frente a un drama que ha roto instituciones, familias, carreras y vidas.
Nada más infeliz que el fastidioso chascarrillo ése según el cual “éramos felices y no lo sabíamos”. De Colombia dijo una vez Gustavo Cobo-Borda que era “un país mal hecho”. Modestamente, me permito contradecir a quien es uno de mis más admirados poetas: porque aquí, los equivocados hemos sido y seguimos siendo los venezolanos. Véase sino la infantil alharaca con el TIAR y el llamado a desembarcos de tropas extranjeras siendo que la génesis de esta tragedia estuvo siempre en nuestras propias falencias como sociedad.
Nada más cándido que andar por ahí exhibiendo pulseras con el vacío motto de “vamos bien” en una Caracas llena de “bodegones” y cuyos restaurantes más exclusivos en Las Mercedes y Altamira se plenan en las noches de viernes mientras familias enteras buscan entre los desperdicios que desde ellos arrojan algún mendrugo con qué comer.
Dios siempre perdona. El error – y menos aún el error continuado- jamás.
Referencias:
Karl, TL (1997) The paradox of plenty: oil booms and petrostates. Oakland, University of California Press, p. 167.
Lerner, E (1989) Venezolanos hoy en día: del silencio gomecista al ruido mayamero. En: Naim M y R Piñango. El caso Venezuela: una ilusión de armonía. Ediciones IESA, Caracas, p. 18.
Eco, U (1986) La estrategia de la ilusión. Editorial Lumen, Barcelona, p. 34.
Wallerstein, C (2000) Venezuela struggles with surplus plastic surgeons. The Lancet, June 10. DOI: https://doi.org/10.1016/S0140-6736 (05)73520-0
Lipovetsky, G (1993) L´ ére du vide. Essais sur l´individualisme contemporain. Gallimard, Paris, p. 86-88.