Cuando los hunos vuelven y nadie quiere advertirlo, por Luis Ernesto Aparicio M.
Aunque nunca imaginé confesar esta extraña sensación de pérdida, los acontecimientos —unos por estallar, otros ya consumados— me obligan a reconocer que aquel estado de expectativa en el que vivía se desvanece. Lo que emerge ahora es la certeza de estar asistiendo a la caída —lenta pero firme— de los sistemas democráticos que moldearon a mi generación y a buena parte de la de nuestros hijos.
No estoy escribiendo desde la visión de quien baja los brazos. No es una rendición. Continúo blandiendo el escudo y la bandera democrática porque nada, ni siquiera este clima político mundial que se va apoderando de los espacios democráticos, justifica abandonar la defensa de la libertad. Pero lo hago desde la honestidad que exige el panorama actual: un avance del autoritarismo que parece irracional y racional al mismo tiempo.
Irracional porque muchos no logran comprender las consecuencias de entregarse a ese estilo de gobierno. Y racional porque también es producto de una venganza silenciosa: la de millones que ya no encuentran en la democracia las oportunidades que mi generación sí pudo disfrutar.
Es la decepción, la rabia, el cansancio acumulado de ciudadanos que dejaron de confiar en las promesas del liberalismo político. No saldrán a las calles como en las viejas revoluciones, pero estarán allí, agazapados, dispuestos a respaldar —con el voto o con la indiferencia— a cualquier forma de autoritarismo democrático que luzca lo suficientemente populista como para ofrecerles una salida emocional a su frustración.
Porque a la democracia liberal, muy a pesar, la han ido pervirtiendo quienes han gobernado hasta ahora. La redujeron a una democracia meramente gubernativa: un sistema que administra, pero que dejó de trabajar por un proyecto de progreso colectivo. Y en medio de ese vacío, las fuerzas populistas alimentan un relato que promete el regreso a una edad dorada que en muchos casos nunca existió, un pasado ordenado y próspero que hoy sirve como anzuelo emocional para una ciudadanía cansada.
El populismo ya no es un fenómeno excepcional. Es estructural. Incluso en aquellos países donde la democracia liberal aún sobrevive, lo hace más en forma que en sustancia. Y lo que resulta más preocupante es que, para evitar que los populistas tomen el poder, algunos gobiernos liberales terminan imitándolos: adoptan su lenguaje, su lógica de guerra cultural, sus soluciones instantáneas. En ese acto de contención, se convierten en versiones moderadas de aquello que dicen combatir. Y al hacerlo, arrastran consigo lo poco que queda de legitimidad democrática.
Esa es la trampa. Para enfrentar al populismo, muchos terminan alimentándolo. Y en ese proceso se van sumando, sin notarlo, al fenómeno de descrédito que empuja a sectores que nunca antes votaron a hacerlo ahora en contra de la democracia misma, compiten por quién promete medidas más duras, incluso en contra de seres humanos que van degradándoles, deshumanizándoles hasta convertirles, de ser posible en escorias. Así. Se van transformando en agentes involuntarios del deterioro que sufre la democracia.
Y así, mientras los signos del autoritarismo se acumulan, ocurre lo que en otras épocas habría sido impensable: nadie quiere ser el que advierta que los hunos se acercan. Porque alertar sobre el avance autoritario no moviliza; al contrario, alimenta al populismo que se quiere detener.
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Porque si alguien lo hiciera, solo reforzaría el fuego populista: se convertiría en la prueba perfecta de que las élites quieren impedir el retorno a una grandeza imaginada. En un mundo saturado de sospecha, hasta la advertencia se vuelve combustible para quienes desean derribar la democracia liberal desde adentro.
Ese es el punto ciego de nuestro tiempo: la democracia intenta defenderse, pero en el acto mismo de defenderse, se debilita, lo que probablemente deba ocurrir hasta tanto se reinicie y fortalezca la democracia, no como la hemos conocido hasta ahora, sino mucho más eficiente, colectiva y con soluciones reales para los grandes problemas que seguramente se tendrán que heredar.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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