Cuba: el fracaso de las élites, por Armando Chaguaceda
Twitter: @xarchano
Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia,
sino al servicio de quienes la padecen.
Albert Camus
Lo sucedido esta semana en Cuba, en la saga de asedio y represión al Movimiento San Isidro no es culpa de “todos”. La tradición estalinista nos ha enseñado, discursivamente, a privatizar logros y socializar fracasos. Pero no se pueden diluir responsabilidades y poderes asimétricos. Se trata de un fracaso en la legitimidad y gobernanza de las élites criollas. Élites articuladas sobre las rentas de un modelo extractivo de dominación, explotación y acumulación a medio camino entre el socialismo burocrático y el capitalismo de Estado.
Fracaso de la élite política, aferrada a una gobernabilidad autocrática, ajena a las urgencias y clivajes de la sociedad cubana actual. Fracaso de la élite eclesial, que no supo jugar el rol mediador que la coyuntura le sirvió en bandeja de plata y que sus propias bases reclamaron. Fracaso de la élite académica, ocupada en maquillar cortesanamente el despotismo con discursos que apelan a “ideologías”, “razones de Estado” y hasta “rechazo a la marginalidad”. Discursos alejados del país real, de la gente llana y diversa.
Fracaso de las élites onegeneras –mimadas por sus pares de la cooperación internacional– que ignoraron la más básica solidaridad cívica por mantener sus privilegios oficialmente autorizados. Fracaso de las élites mediáticas, estatales o toleradas, que invisibilizaron la crisis. De las élites emprendedoras –y sus aliados externos– que apuestan a una modernización capitalista sin república para todos. Todos ellos, ligados por un pacto metropolitano de clase, con contenidos de raza, género y profesión, sustentan el régimen conservador –en nada “revolucionario”– de la Cuba actual.
Bajo ellos, hay una sociedad aún fragmentada y empobrecida, en la cual, durante las últimas jornadas, se alzaron, pese a todo, grupos y voces valiosas. Artistas, periodistas, monjas, intelectuales, laicos, campesinos, gente común y diversa. Quienes hicieron vigilias en parques e iglesias, firmaron cartas, protestaron en la calle y convirtieron sus privilegios en tribuna para la denuncia. Ahí radica la esperanza, incierta y maltrecha, de la nación insular.
La intelectual cubana Alina López Hernández explicó hace poco, con sistematicidad y rigor ajenos al determinismo panfletario, que en Cuba se incuba un nuevo momento histórico. Los gobernantes se muestran incapaces para encauzar un camino de reformas exitoso. Emerge cierta –emergente, novedosa, limitada pero real– capacidad ciudadana para cuestionar a juicio público esa incapacidad. Quienes dirigen, señaló la historiadora, no logran hacer progresar la nación con los viejos métodos, pero tampoco son capaces de aceptar formas más participativas con un peso mayor de la ciudadanía en la toma de decisiones.
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Hace unos días escribí –tras una atinada reflexión del escritor Carlos A. Aguilera– que los pueblos son entelequias abstractas. Sus sustancias y demandas se condensan en grandes eventos, masivos y puntuales, en coyunturas de excepción. Solo las personas y las comunidades existen, permanentemente, en la diversidad. A esas y desde esas tendremos que dar la pelea. Para que el odio y el olvido no triunfen. Por todos los que estamos (o parecemos) vivos y por quienes están dando su aliento por nosotros. Por nuestros miedos, dudas, errores y silencios.
Armando Chaguaceda es Politólogo por la Universidad de La Habana (Cuba) e Historiador por la Universidad Veracruzana. Especializado en procesos de democratización y autocratización en Latinoamérica y Rusia.
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