Cuba: ese tiempo que pasa y nunca se va, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
¿Son dos historias contrapuestas? Si es así, al leer «Personas Decentes» de Leonardo Padura podríamos decir que lo hacemos como si fueran dos novelas en una. Por un lado, leemos la que trascurre a comienzos del siglo XX. Por otro, la que se desarrolla en los comienzos del siglo XXI. Cada una marcada por un acontecimiento que concita la atención e incide en la vida de casi todos los habitantes de la isla. En la primera, el avance del cometa Halley (1916) que, según los astrónomos iba a terminar con el planeta Tierra, mientras los cubanos cantaban «a singar a singar, que el mundo se va a acabar». En la segunda, marzo del 2016, la visita de Obama y después la de Los Rollings Stones a la isla. Pero esta vez los cubanos no cantaban, hasta para eso habían perdido las ganas.
El primer acontecimiento trae consigo la posibilidad de «un fin de mundo». La segunda, la posibilidad del comienzo de una nueva era (mini Perestroika cubana, la llama Padura). Al final ninguna de las dos cosas. Tanto el cometa Halley, como Obama y Los Rolling Stones pasaron y siguieron de largo, sin dejar huellas detrás de sí. Dos estrellas fugaces que demuestran, de un modo no muy simbólico, que la historia de Cuba está hecha de materiales duros, a prueba de un tiempo que pasa y nunca se va, de ese pasado hecho presente que de modo subrepticio aparece en todas las novelas del ya famoso escritor.
Surgen entonces preguntas elementales ¿Por qué Padura escribió dos novelas en un solo libro? ¿Intentó jugar a Faulkner como lo han hecho casi todos los novelistas latinoamericanos? ¿O no son dos novelas ? Mi respuesta tentativa fue: depende de a quien veamos como personaje central. Y bien, desde un punto de vista narrativo, los dos «héroes» no pueden ser más diferentes.
En la primera novela (primera desde el punto de vista cronológico) el «héroe» es un proxeneta, Alberto Yarini y Ponce de León, aristocrático y multimilllonario devenido por su popularidad submundera en carismático político de masas. En la segunda es el ex inspector policial con sueños de escritor, el nostálgico y a veces depresivo Mario Conde a quien los que seguimos las novelas de Padura ya consideramos un viejo amigo.
Conde a su vez intenta escribir una novela sobre Yarini, de modo que Conde es también, de un modo muy indirecto, el narrador de la primera novela. Claro, existe también la otra mencionada posibilidad: que la narrada por Padura no sean dos historias sino dos episodios de una misma historia, la de la tortuosa historia moderna de Cuba. Bajo ese supuesto sería, la que he leído, una sola novela donde el actor principal no es ni Yarini ni Conde, sino Cuba. O podríamos también decir: Cuba en dos tiempos: el tiempo de la prerrevolución y el tiempo de la postrevolución, los dos sobredeterminados, en la imaginación de Padura, por el tiempo de la revolución, uno que se anuncia desde 1910, y que ya ha pasado sin pena ni gloria en el 2016. Si ese fue el propósito de Padura –y parece que ese fue– quiere decir que Padura procedió no solo como novelista sino como historiador. O, si usted prefiere, como un novelista-historiador.
*Lea también: Mil millones, por Laureano Márquez
La novelística y la historiografía son hermanas y algunas veces, gemelas. Quiero decir que la una se sirve de la otra. Una historia bien escrita –desde Homero a Orlando Figes– menos o más que una obra científica es también una obra literaria, aunque muchos historiadores que se las dan de «científicos» opinen lo contrario.
Una diferencia, aparte de los diálogos, es que en la novelística los hechos están puestos al servicio de la narración y en la historiografía la narración está puesta al servicio de los hechos. Por eso, desde el momento en que un historiador inventa un hecho, deja de ser historiador y se convierte automáticamente en novelista. No así si el novelista narra un hecho tal como ocurrió. En esa eventualidad, lo importante es que lo narre como si fuera imaginario.
Otra diferencia, quizás la esencial, es que la historiografía tiende a seguir una secuencia cronológica y la novelística suele permitirse la alteración de los tiempos. En ese sentido, aunque parezca raro, la novelística podría ser entendida como una expresión narrativa aún más realista que la historiografía. Para comprobarlo basta que nos conozcamos a nosotros mismos. ¿No nos pasamos gran parte de la vida recordando e imaginando?
Los recuerdos nos sobrevienen de repente, sin ninguna linealidad temporal. A su vez, las imaginaciones, dirigidas hacia el futuro, suelen carecer de un tiempo determinado. En efecto, pocas veces estamos situados de modo exacto en los momentos que nos otorga el presente. Como aduce el mismo Padura: «Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estás viviendo en el presente» (p.152). Entre la depresión que viene del pasado y la ansiedad que surge hacia el futuro, la paz del presente es un oasis.
Mario Conde, como cada uno de nosotros, vive en los tres tiempos partiendo del pasado. Pero además de vivir el pasado, trata de entenderlo. Ahora, solo podemos entender el pasado si entendemos al pasado de ese pasado. Esa es la razón que permite explicar por qué, esta vez con alma de historiador, Conde o Padura (da lo mismo) retrocede a un pasado ocurrido antes de que ellos hubieran nacido. Hacia esa Cuba del 1916, la del cometa Halley, la de quienes creían vivir en la Niza de América, la Isla de las Mujeres Bellas, y, por cierto, de los magnates cafiolos disputando territorios puteros como si fueran gangsters de Nueva York.
Pero la historia –es una novela– comienza con el futuro de ese pasado. Nada menos que con la visita de Obama y de Los Rollings Stones en marzo del 2016. A la vez comienza, no podía ser de otra manera, con un crimen. Con un crimen horrendo, con huellas de saña y odio: un cadáver con tres dedos menos y con el pene cortado.
El viejo Reynaldo Quevedo, el muerto, había sido un esbirro «cultural» del dictador al que –tal vez por algún pacto con la nomenklatura isleña– Padura nunca nombra por su nombre y, aunque no puede ni quiere ocultarlo, su fantasma aparece por todas partes determinando la biografía y el sufrimiento de muchos seres. Respetando a Padura lo llamaremos de aquí en adelante con el nombre de El Innombrable.
Bien, Quevedo fue un fiel perro de presa de El Innombrable. Un inmoral sin límites, perseguidor de artistas, literatos, entre ellos Lezama Lima, Virgilio Piñeira, Alberto Márquez, y muchos más a quienes les dio a elegir entre el exilio y el suicidio, en fin, un delincuente de tomo y lomo que actuaba, como muchos similares, en nombre de la revolución. Por si fuera poco, de una revolución que nunca hubo. Y lo que es peor, de una revolución a la que los grises dictadores de la Cuba de hoy siguen nombrando en tiempo presente en ese tiempo que pasa y nunca se va.
Hubo y hay muchos «quevedos» en la Isla, reflexiona Mario Conde. Con ello, sin proponérselo, está aplicando la teoría de la microfísica del poder según Foucault, la de ese poder atomizado que hizo decir a Adorno que el fascismo solo había sido posible debido a la existencia de “pequeños fascistas” cuyo cometido es controlar el poder desde los dormitorios de cada casa. De tal modo que, a través de sus pesquisas, el ex inspector Conde busca, si no hacer justicia –eso es imposible– mantener vivo el recuerdo de ese pasado que no se va y que no se irá mientras los cubanos sigan viviendo bajo la sombra siniestra de El Innombrable corporizado en los muchos «quevedos» que habitan en la Isla.
Sin embargo, y ahí reside la imaginación historiográfica de Padura, El Innombrable y su tiempo no llegaron de la nada. Por eso Padura retrocede en el tiempo y narra otra historia, la historia de un nombrable: Alberto Yarini, el rey de los puteríos habaneros.
El provinciano policía Arturo Saborit, convertido en sirviente personal de Yarini, narra la historia de su amo. Una historia que, igual a la de Conde, está surcada por crímenes que el inspector se encarga de descubrir de modo fácil, tan fácil como para que uno entienda que la importancia de la narración no reside en los crímenes sino en la persona imponente de Yarini: un líder sexual, ciudadano y político. Una figura erótica y avasalladora a la vez. Un personaje destinado a ser seductor, amado y odiado. Una encarnación del carisma del poder. Ante esas descripciones, que Padura nos disculpe, es imposible no pensar en el Innombrable que vendría después. Y aunque parezca insolencia a más de algún beato de esos que hoy merman en la izquierda latinoamericana, entre el cafiche Yarini y El Innombrable hay no pocos paralelos.
Ambos siguen distintos códigos y para ambos esos códigos son inquebrantables. Yarini no viene de la lucha armada, pero muere como un combatiente heroico, acribillado por los pistoleros de la mafia del proxeneta rival. El otro, después de haber vivido como un dandy revoltoso, llegó de la Sierra, pero murió en su cama. Uno se decía conservador, el otro se decía revolucionario. Y, sin embargo, comparten principios similares, entre ellos los de una Cuba libre de incumbencias extranjeras, un sentido heroico de la vida, y un moralismo cuyo objetivo es trazar la raya que separa a sus amigos, las personas decentes, de sus enemigos, las personas indecentes.
No sé si lo hizo con intención, pero cuando Padura describe a Yarini después de su muerte, no estaba hablando precisamente de Yarini: «Yarini fue la exageración, la amplificación, la hipérbole macabra de un estado social enfermo y de una condición moral en crisis profunda» (p.408) Dicho en breve, al igual que El Innombrable, Yarini fue visto y amado como un redentor que nunca fue.
Uno viene de un mundo de putas, tolerante con los homosexuales. El otro ilegalizó a las putas y persiguió a homosexuales hasta el punto de mandarlos asesinar en masa. Pero a la postre, terminó más que Yarini, emputeciendo a Cuba. Y no solo en sentido figurado: bajo otros mantos ideológicos, la isla sigue siendo lo que era en 1910, un país donde, como en el pasado, muchas mujeres a fin de sobrevivir se ven obligadas a oficiar de jineteras.
Las diferencias es que en las de hoy –acota Padura– hay algunas que ostentan título universitario, lo que las hace más interesantes para los ávidos turistas. En fin, un país en donde se sigue rindiendo culto al hombre fuerte, y cuando no hay ninguno vivo (Díaz Canel es cualquiera cosa menos un hombre fuerte) a un hombre muerto, o a uno vivo pero lejano, como a ese genocida llamado Putin, quien, ante la presencia servil de su mediocre colega tropical, hizo levantar en Moscú una estatua a El Innombrable cubano.
Y en eso llegó Obama y La Habana fue una fiesta
Conde, mientras investigaba el crimen, no tenía ninguna esperanza ni en Obama ni en Los Rolling Stones. Conoce a los de arriba, sabe que no están dispuestos a ceder ni un solo pedazo de poder. Piensa que la que vivía en la Isla con tan honorables visitas solo eran unas breves vacaciones. Presiente que después de que las visitas se vayan, seguirán hundidos en el mismo charco de siempre. Sin un Yarini, sin un Innombrable, pero bajo el peso de la noche que ambos, y otros como ellos, dejaron detrás.
Un mundo donde el envilecimiento, la corrupción y la traición son las pruebas que permiten definir a una persona como «decente».
A pesar de todo, pensaba Conde, ese momento de felicidad, de aparente distensión, de asomo hacia una libertad que no tenían, lo merecían los cubanos. Se lo habían ganado después de tanto sufrimiento inútil. Podían entonces tomar las fiestas dedicadas a las visitas como un breve descanso “de los cuentos que nos metieron y nos meten, de las promesas que se hicieron polvo en el viento (…) «nos merecemos unas vacaciones por todo lo feo, lo malo, lo jodido» (…) «Qué historia la nuestra, mira que nos han jodido. (…..) «Y si ahora mismo nos sentimos felices, vamos a disfrutarlo porque lo hemos ganado, porque somos sobrevivientes, porque no nos hemos dejado tapar por la mierda» (…) «Y ahora que vengan» esos viejos flacos que todavía dicen que son Los Rollings Stones” (p. 382)
No agrego más. Eso fue lo que pasó en la historia reciente de Cuba. Conde, como si hubiera sido un Heródoto cubano, lo dijo todo. Padura también.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo