Dante y El Metro de Caracas, por Tulio Ramírez
Hace unos días dedique este espacio al Metro de Caracas. Compartí las peripecias que viví cuando intenté viajar desde la estación Zona Rental en Plaza Venezuela, hasta la estación Antímano, rumbo a la UCAB. Debo señalar que todo lo que narré fue totalmente cierto.
Este preámbulo lo hago porque luego de publicado ese artículo, recibí llamadas de colegas y jodedores (más bien de colegas jodedores), para felicitarme por tanta imaginación y creatividad. Confieso que invertí mucho tiempo para convencerlos de que no se trataba de una crónica escrita bajo los efectos de alguna lumpia de mala calidad, sino de hechos totalmente ciertos.
Hoy decidí escribir sobre el mismo tema. No piense amigo lector que se trata de algún “Déficit Temático”. Si bien es cierto que en esta época los columnistas tienen muchas carestías, no pueden alegar que una de ellas sea la falta de temas.
La revolución no produce nada, pero en cuanto a temas para opinar, reflexionar, criticar o denunciar, es una fuente inagotable.
He podido titular esta columna de varias maneras según los últimos acontecimientos. Títulos como “La Comisionada habló”, “Tortura y revolución”, “Ser opositor y no morir en el intento” o “Dólar nuestro de cada día”, asegurarían el interés de los lectores, pero lo vivido recientemente en el subterráneo me obliga a retomar el tema del Metro.
Meter nuevamente el carro al taller me convirtió una vez más en usuario del otrora “mejor medio de transporte de la ciudad capital”. Como todo aquel que está picado de macaurel, tome previsiones antes de “bajar” a ese inframundo socialista. Metí en el morral una botellita de agua y 2 paquetes de galletas; me aseguré de que las pilas del celular estuviesen cargadas; avisé a familiares, amigos que viajaría en Metro y, muy importante, dejé por escrito en la mesita de noche un documento donde responsabilizaba a la compañía Metro de Caracas y al gobierno nacional por todo lo que me pudiera pasar durante el trayecto.
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No había aire acondicionado pero el tren iba a buen tiempo y eso compensaba cualquier incomodidad. La gente entraba y salía mostrándose como barajitas de ese álbum llamado Venezuela. Gente con rostros más desgastados que la ropa que llevaba encima; niños con evidentes signos de desnutrición; trabajadores “pa’ lo que sea” con morralitos tricolor sucios y rotos; viejitas con la tristeza empotrada en la mirada; jóvenes buscando el pan diario a punta de vender “caramelitos de menta a 200” y estudiantes universitarios con la mente puesta en mejores opciones de vida, conformaban los usuarios esa mañana.
Al llegar a la estación La Paz, el tren se detuvo más de la cuenta. Durante ese tiempo permanecí ensimismado en pensamientos que aparecían y desaparecían de manera anárquica. De repente, me vi envuelto en una situación surrealista. El Metro se transformó ante mis ojos en el país y los viajantes en sus habitantes. Igual que el país, el tren estaba paralizado; igual que el país, había mucho temor sobre cuál sería finalmente su destino; igual que el país, los funcionarios no daban información; igual que el país, algunos pasajeros tomaron la decisión de salir de la estación sin mirar atrás; igual que el país, otros nos quedamos con la esperanza de que, en cualquier momento, se solucionaría el problema; y otros, al igual que el país, se quedaron porque no tenían otra alternativa. A los 45 minutos decidí irme.
Menos mal que Dante Alighieri no hizo el recorrido del infierno al paraíso utilizando el Metro de Caracas. Se hubiese bajado despavorido en la primera estación y la humanidad se hubiese perdido su magnífica obra, la Divina Comedia.