De barcos y racismo en América Latina, por Emmanuel Guerisoli y Federico Finchelstein
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El pasado 9 de junio, en una conferencia entre el presidente de España Pedro Sánchez y el de Argentina Alberto Fernández, este último afirmó que «los mexicanos salieron de los indios, los brasileños salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos, y eran barcos que venían de Europa». La frase esconde la fantasía de que la población argentina, a diferencia de otras latinoamericanas, es exclusivamente un producto de la migración europea, lo que supuestamente le confiere un vínculo cultural único con el viejo continente.
Estas palabras desataron un escándalo a nivel continental. Y si bien el presidente argentino se disculpó rápidamente, su declaración deja entrever un supuesto racismo y una incómoda ignorancia. Lo más grave, sin embargo, es que estas palabras reflejan el sentir en varios países de América Latina, no solo en Argentina; se generan, reproducen, refuerzan y legitiman a partir de los procesos históricos. Dicho esto, la declaración de Fernández, que no es nativista ni fascista, debería diferenciarse de otras realizadas por Jair Bolsonaro o Donald Trump, ya que en estos casos los comentarios se enmarcan dentro de ideologías posfascistas populistas.
Para la mayoría de los argentinos, la racialización y las prácticas coloniales son ajenas a su historia y no tienen cabida en la sociedad actual. Pero, al mismo tiempo, estos creen que su ascendencia europea es única en América Latina y que esto les hace superiores.
Para las élites políticas, intelectuales y culturales de Argentina, el sujeto arquetípico argentino es blanco y sus antepasados pueden rastrearse hasta los barcos transatlánticos que partieron de Génova o Barcelona en la década de 1890.
Alberto Fernández no fue el primer presidente en hacer una afirmación así. En 2018, Mauricio Macri dijo que «en Sudamérica todos somos descendientes de europeos»; en 2015, Cristina Fernández de Kirchner afirmó que los argentinos «somos hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes» y en 1996, Carlos Menem dijo que en Argentina no había negros y que eso era un «problema» brasileño.
De acuerdo a este mito, los argentinos siempre han sido blancos por lo que, a diferencia de México, en Argentina el mestizaje nunca fue exaltado. Esto, sin embargo, tampoco libera a México de culpa, ya que debe recordarse que la creación de lo que José Vasconcelos definió como la «raza cósmica» de sangre mestiza europea y nativa se basó en la exclusión de linajes puramente indígenas y negros.
En esta línea, el imaginario nacional argentino se ha construido en torno a los inmigrantes europeos como agentes modernizadores de la nación, borrando de un plumazo la existencia, aportes e identidades de afroargentinos, mestizos, comunidades indígenas e inmigrantes de China, Corea del Sur, Siria, Líbano, Armenia, Angola, Guinea y países de América Latina.
De hecho, existe la creencia generalizada de que los mestizos y los negros son en realidad migrantes de primera o segunda generación de Brasil, Perú, Paraguay, Uruguay y Bolivia.
Esta narrativa francamente racista consolidó y naturalizó aún más una supuesta blancura argentina donde los argentinos genuinos, cuyos padres y abuelos bajaron de los barcos, eran parte de la clase media educada y moderna. Mientras que aquellos producto del mestizaje con los pueblos indígenas o los hijos de inmigrantes que «acaban de entrar» de los países vecinos eran miembros de la clase trabajadora, rural, ignorante y atrasada.
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Este discurso se origina durante las políticas de «europeización» de los fundadores modernos como Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre y Julio A. Roca a mediados y fines del siglo XIX, que consistieron en la progresiva erradicación de las poblaciones indígenas de la Patagonia y el Chaco argentino, y la promoción de la inmigración europea con el fin de reemplazar a los nativos con colonos blancos. Para estos políticos y pensadores una nación moderna requería «gente civilizada» y no «salvajes».
La predilección por los inmigrantes de Europa se constitucionalizó en 1853 y permanece allí hasta el día de hoy. Sin embargo, debe decirse que Argentina fue el único país de las Américas que nunca instituyó una prohibición o cuota étnica o racial específica a la inmigración.
Todos los demás habían prohibido en determinados momentos la entrada de chinos o limitado la recepción de judíos. En ese sentido, Argentina sí desarrolló una de las políticas migratorias más progresistas del mundo, a diferencia de Estados Unidos que tuvo múltiples prohibiciones y cuotas de exclusión racial y eugenésicamente legitimadas hasta 1965 y fue copiada por países como Canadá, Cuba, Australia, Ecuador y Chile.
Esto no significa que no haya habido intentos similares a lo largo de la historia argentina. Santiago Peralta, quien estudió antropología en Alemania en los años 30, fue el jefe del Instituto Nacional de Inmigración y director del Instituto Nacional Étnico, que se modeló sobre la base de la Oficina Nazi para la Ilustración en Políticas de Población y Bienestar Racial durante la primera administración de Perón; bloqueó administrativamente, y de manera secreta, parte de la inmigración judía y desarrolló una serie de políticas de inspiración eugenista para limitar la entrada de los llamados indeseables.
El Instituto Nacional Étnico consideró que el «tipo étnico nacional» era el «tipo racial mediterráneo de la raza blanca» y promovió una serie de políticas de hibridación dirigidas al blanqueamiento racial de las comunidades indígenas mediante la aplicación del mestizaje, la remoción de niños y una vigilancia eugenésica programada.
Se desarrolló una taxonomía de grupos indígenas clasificándolos de acuerdo con los niveles de indigenidad extranjera o no autóctona. El Instituto concluyó que la original y única comunidad indígena en Argentina eran los Tehuelches, que se habían extinguido, ya sea por la aniquilación por parte de «tribus extranjeras», como los mapuches (de Chile) o los guaraníes (de Paraguay) o por mestizaje por ellos definida como araucanización. Supuestamente, ya no había pueblos indígenas en Argentina. Si quedaban algunos, se habían mezclado con colonos blancos o se habían hibridado con nativos no argentinos.
Es esta idea de tribus extranjeras la que legitimó el asesinato en masa de entre 2.000 y 3.000 personas pilaga en Ricon Bomba, en la provincia nororiental de Formosa, por órdenes de Perón en 1947.
Según las Fuerzas Armadas, las plantaciones de caña de azúcar habían sido ocupadas por comunidades indígenas de Paraguay, aunque fueran trabajadores rurales que protestaban por los derechos laborales básicos. Pero este evento y muchos otros han sido borrados de la memoria y solo ahora está siendo revisado después de que un juez argentino lo considerase como un crimen de lesa humanidad.
La remitificación de Argentina como un país exclusivamente blanco y el borrado de comunidades indígenas, mestizas, negras y no europeas por parte de Alberto Fernández muestra lo importante que es tener un debate serio sobre la racialización en Argentina y también en otros países latinoamericanos.
Emmanuel Guerisoli Abogado. Doctorando en Sociología e Historia en New School for Social Research (N. York). Especializado en teoría de raza critica y procesos de formación de estados. Máster en Estudios Internacionales y Sociología.
Federico Finchelstein es profesor de historia de New School for Social Research (Nueva York). Fue profesor en Brown University. Doctor por Cornell Univ. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el Holocausto. Su último libro es «Brief History of Fascist Lies» (2020).
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