De la distopía orwelliana al socialfascismo-bolivariano, por José Rafael López P.
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George Orwell, en su novela distópica 1984, presenta el territorio ficticio de Oceanía, un vasto superestado sometido a un régimen totalitario implacable. El poder está concentrado en manos del Partido, cuya figura más visible es el omnipresente Gran Hermano, símbolo de vigilancia, obediencia y control. Bajo su mirada constante, cada aspecto de la vida queda sometido a supervisión: desde el pensamiento individual y el uso del lenguaje hasta la propia historia y la noción misma de la verdad.
Orwell no imaginó que, décadas después, surgirían gobiernos autoritarios de otro tipo: no envueltos en banderas con esvásticas (Hakenkreuz) o fasces (fasci littori), sino en tricolores, acompañados de discursos patrióticos y promesas de redención para los más humildes. Orwell escribió sobre totalitarismos explícitos; lo que quizá no previó fue su modalidad caribeña: el autoritarismo bolivariano, que se proclama libertador y defensor de los desposeídos mientras reprime, monopoliza la verdad, afianza el control social y coapta los derechos de los trabajadores.
Uno de los pilares del Estado totalitario descrito por Orwell fue la manipulación del lenguaje. El «neolenguaje» no solo simplificaba palabras, sino que también estrechaba la capacidad de pensamiento y cambiaba su significado.
En nuestro país, se ha establecido un «neolenguaje» orwelliano, en el que las palabras ya no significan lo que deberían. Frases como «gobierno obrerista» encubren estructuras de poder alejadas del pueblo trabajador. La miseria y el hambre son presentadas como signos de bienestar y justicia social; la opresión, como una supuesta democracia popular; y la llamada revolución, como una forma de enfrentar al neoliberalismo, aunque en los hechos reproduzca prácticas similares.
La represión se llama «protección del pueblo», la escasez es «guerra económica», el hambre es «soberanía alimentaria» y la dictadura es «democracia participativa y protagónica». Esta inversión del sentido, donde la guerra es paz, la ignorancia es fuerza y la sumisión es libertad, es una de las herramientas más eficaces del régimen para desmovilizar la crítica, aplastar al disidente y controlar el pensamiento colectivo.
Vivimos tiempos en los que el Estado no informa: reinventa. No narra: distorsiona. No comunica: intimida. La verdad es un territorio prohibido y la mentira oficial, un deber patriótico.
Otro rasgo inquietante es la reescritura permanente de la historia. Orwell imaginó un régimen capaz de manipular el pasado para asegurar la obediencia; en la Venezuela oprimida, observamos algo similar: episodios históricos reinterpretados, un Bolívar africanizado y próceres elevados a la categoría de santos tutelares de su proyecto hegemónico. Así se ha construido un relato en el que el pasado deja de ser un espacio de aprendizaje y se convierte en un instrumento de legitimación. La historia deja de ser memoria para transformarse en propaganda.
A ello se suma otro elemento orwelliano, quizá uno de los más decisivos: la construcción de un enemigo permanente, responsable de todos los males y fracasos. En el esquema binario de la revolución, todo ciudadano es un sospechoso en potencia: estás con el proceso (entiéndase el pueblo) o estás contra él. Y ese «pueblo» es un sujeto abstracto que, curiosamente, coincide siempre con los intereses del proyecto dominante.
De lo maniqueo del discurso oficial: no se persigue al periodista; se defiende al pueblo de la mentira. No se encarcela al disidente; se combate la traición y el terrorismo. No se censura; se protege la soberanía comunicacional. Todo abuso se convierte en un acto heroico en la narrativa del mesías de Miraflores.
En la obra de George Orwell se plantea la existencia simultánea del enemigo externo y del enemigo interno como un mecanismo fundamental para la represión y el control social. El enemigo externo —una potencia en guerra permanente o un adversario lejano— actúa como elemento de cohesión nacional, pues permite justificar la militarización del país, la vigilancia, la represión y la obediencia.
Paralelamente, el régimen alimenta la idea del enemigo interno, un conjunto de supuestos traidores infiltrados que amenazan la pureza ideológica y la seguridad del Estado. Estos enemigos internos, reales o imaginarios, sirven para legitimar la persecución, la represión y la depuración constantes en la sociedad.
Para Orwell, ambas figuras son construcciones políticas diseñadas para mantener a la población en un estado de miedo, dependencia y desconfianza, de modo que el poder se presenta como el único garante de la supervivencia.
Las elecciones, al mejor estilo orwelliano, han dejado de ser mecanismos de toma de decisiones ciudadanas para convertirse en rituales de legitimación. La evidencia más clara quedó demostrada el pasado 28 de julio de 2024.
En Oceanía, el régimen se sostenía sobre una emoción fundacional: el odio. «Nuestra civilización se construye sobre el odio», proclamaban sin pudor sus dirigentes, convencidos de que la cohesión social solo podía lograrse mediante el miedo, la enemistad y la polarización constante.
El autoritarismo bolivariano opera bajo una lógica similar: no es un proyecto libertario, sino un proyecto de dominación perversa que divide a los ciudadanos en categorías irreconciliables: «amigos y enemigos», «patriotas y apátridas», «buenos y malos», «ciudadanos y terroristas».
En este esquema maniqueo, la lealtad ciega se erige en virtud suprema, mientras que la disidencia se castiga y criminaliza. El resultado es un orden político que disciplina, somete y reprime al ciudadano, consolidando un sistema en el que el miedo no es un accidente, sino una estrategia de Estado.
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Venezuela no es una distopía literaria: es un país real, atrapado durante más de 25 años en una pesadilla que Orwell vislumbró hace más de siete décadas. La tragedia venezolana demuestra que el totalitarismo no necesita grandes mayorías para imponerse; le basta con destruir la verdad, apropiarse del lenguaje y aplastar la voluntad colectiva mediante la fuerza de las armas.
Tal como advirtió Orwell, cuando el poder controla la palabra y manipula la realidad, la mentira se convierte en un mecanismo de dominación, el lenguaje se transforma en una herramienta de manipulación y la fuerza pasa a ser un instrumento de obediencia.
El proyecto socialfascista bolivariano no emancipa ni libera; uniforma, adoctrina, reprime y asesina, reproduciendo los mismos patrones de los totalitarismos del siglo XX que asegura combatir. Su retórica revolucionaria —falsa y grandilocuente y cuidadosamente efectista— funciona como un blindaje ideológico destinado a justificar la violación de los derechos humanos, la anulación de los espacios democráticos y la concentración absoluta del poder.
José Rafael López Padrino es Médico cirujano en la UNAM. Doctorado de la Clínica Mayo-Minnesota University.
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