De magnicidios, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
En 1950 estalla la noticia: el coronel Delgado Chalbaud, 41 años de edad, ha sido asesinado. El magnicidio, único en la historia de Venezuela, ocurre el 13 de noviembre. Las miradas se vuelven sobre el coronel Pérez Jiménez, beneficiario directo de esa muerte. Nadie duda de su autoría intelectual ni de quienes oficiaron de ejecutores materiales: los Urbina, Rafael Simón y Domingo. Fueron ellos sin la menor duda los homicidas.
¿Pero quién o quiénes los contrataron?
El relato de los hechos habla de la serenidad de Delgado frente al secuestro de que ha sido objeto y la amenaza de muerte, a la postre, materializada. La intención no era matarlo sino obligarlo a dimitir, pero tratándose de truhanes aparentemente en estado de embriaguez, no fue raro que hablaran las armas de fuego. A uno de la banda se le va un tiro. Hace blanco en Rafael Simón. Con la pólvora y el fuego la sangre se exalta, empujan a Delgado y lo asesinan.
Por alguna razón que no se me alcanza, esta tierra de violencia, a veces espeluznante, no había sido pródiga en magnicidios, sobre todo presidenciales. De hecho no se registraba ninguno hasta ese momento. En comparación con la fecunda historia de magnicidios presidenciales o de personalidades encumbradas de México, Cuba o Colombia, en Venezuela sólo puede contabilizarse el del presidente de la junta militar, Delgado Chalbaud y más tarde la intentona contra el presidente constitucional Rómulo Betancourt. El presidente Joaquín Crespo y el gran líder federal Ezequiel Zamora murieron por obra de francotiradores en el marco de una guerra, no víctimas de un asesinato premeditado.
Si tomamos en cuenta que la muerte del presidente de la Junta Militar fue más bien accidental, queda únicamente el frustrado atentado contra el líder de AD. Por cierto, esta bárbara maquinación no fue dirigida propiamente por venezolanos, sino por el dictador Trujillo. Delgado había traicionado la profunda amistad que lo unía a Rómulo Gallegos pero algo se movería en su alma cuyo chispazo se manifestó aquel día.
El acto previo a la tragedia
Cuando empecé a estudiar mi bachillerato en el Andrés Bello, el presidente Gallegos ya había sido derrocado. AD fue ilegalizado y sus dirigentes perseguidos. Desde la clandestinidad iniciará la resistencia, a la que pronto se unirá el Partido Comunista, ilegalizado a su vez con motivo de la huelga petrolera de 1950. Delgado Chalbaud se había comunicado con Gustavo Machado para aconsejarle que no participara en esa huelga:
-No es un pronunciamiento obrero –le manda decir- sino una tapadera para el golpe de Estado planificado por Acción Democrática
Quizá Delgado sabía o sospechaba que reprimiéndola, los militares duros encabezados por Pérez Jiménez, asumirían la totalidad del poder. Cuenta Pompeyo que Gustavo y él no le dieron mayor importancia a ese mensaje. Ni siquiera lo llevamos al Buró Político.
Tampoco yo dudaba de la autoría del homicidio, pero años más tarde pude estudiar en profundidad el expediente. Había zonas ambiguas en el texto, sin embargo la culpabilidad de Pérez Jiménez no se veía con nitidez. Desde entonces no la sostengo, pero eso no mitiga en nada la mala opinión que me merece su gestión de gobierno.
La libertad de prensa se mantuvo, con oscuras manchas pero sin dejar de ser libertad de prensa. Delgado se manifestaba partidario de la vía democrática y no vaciló en convocar a dos demócratas probados como Jóvito Villalba y Rafael Caldera para que trabajaran en el proyecto de Estatuto Electoral de la Constituyente destinado finalmente a redactar una nueva Constitución. Los dos eminentes líderes civiles aceptaron el trabajo, creo que con buen sentido.
El material presentado no difería mucho del de la Constituyente de 1946 pero introducía cambios significativos como los de elevar de 18 a 21 años la edad para votar y eliminar la representación de los partidos concurrentes en los organismos electorales. Se atribuye esa cierta flexibilidad de Delgado a la incertidumbre que acompañaba a su presidencia. Estaba rodeado por uniformados ambiciosos, y afectado por la inmediata respuesta civil emprendida al principio en solitario por la derrocada AD. En todo caso sus arbitrariedades no llegaron al nivel de las de sus sucesores.
Incurrió Delgado, es verdad, en una felonía atroz, no obstante quizá lo hizo en un talante en cierto modo parecido al de Rómulo Betancourt cuando encabezó el golpe que derrocó a Medina el 18 de octubre de 1945. El argumento lo resumiría de este modo: si no me pongo a la cabeza y democratizamos el país, los militares asumirán todo el poder en un retroceso histórico desquiciante.
De hecho los jefes militares de la conspiración de 1945 se acercaron con premura a Betancourt para decirle –de mala o buena fe- que habían sido descubiertos y por tanto no quedaba más remedio que precipitar las acciones. En el aire quedaba la amenaza de que con o sin AD el complot se llevaría a cabo. Bien pudo ser eso o algo parecido lo que movió a Delgado. Sin negarle habilidad e inteligencia política, Betancourt lo consideraba tímido y pusilánime. Su ambición lo induciría a unirse al golpe de noviembre, pero sus temores a frenar ciertos excesos.
El magnicidio da lugar a la suspensión de clases. Falta poco para las navidades, que ya estaban en el ambiente. Por los parlantes del liceo se escucha la grave voz del director, el venerable profesor Dionisio López Orihuela. Los alumnos, preferiblemente de primer año, deben retirarse del plantel con algún familiar o representante. Me ha ido a buscar mi primo Luis Enrique. Nos guardamos gran afecto y a pesar de llevarme cinco años tenemos una fluida y fácil relación.
Noto su excitación. Él ya milita en la juventud de Acción Democrática y tiene relación partidista con nuestros tíos Gerardo, Federico y Luis José. Pronto nos envolvemos en especulaciones. Quizá haya sido mi primera conversación propiamente política. A lo menos es la que recuerdo detalladamente. AD espera regresar pronto al poder y Luis Enrique está en esa onda. La política del “rápido retorno” no condice con resistencias diseñadas para el largo plazo, pacientes conducciones basadas en una lenta maduración, a la espera de lo que mis amigos comunistas llamarán la coincidencia de las condiciones objetivas y las subjetivas; es decir, la correspondencia entre una crisis profunda que repercute sobre la estabilidad de “los de arriba” y la fuerte preparación del partido revolucionario acompañada del deseo de cambio de “los de abajo”.
AD, ansioso de regresar, multiplica los graffitis: “AD volverá” Tiene en la secretaría general al líder más idóneo, audaz e imaginativo. Es valiente como pocos y se mueve como pez en el agua. Se habla de sus contactos militares. De alguna manera, a su sombra desfila una cadena de intentonas putchistas. En la provincia son masacradas las rebeliones de los campesinos de Tunapuy y Tunapuicito, las de Puerto Cabello y Río Caribe.
El 12 de octubre, fecha del Descubrimiento, en la celebración que se realiza en la plaza Colón un resistente arroja una bomba a los miembros de la Junta allí presentes. La Seguridad Nacional desespera. Necesita poner preso al peligroso líder de la resistencia, pero Leonardo está bien protegido y cuenta con muchos amigos y gente resuelta. Los alzamientos rebeldes se turnan en una danza indetenible. Leonardo es el enemigo público número 1. Su partido lo ama, todos lo respetan y admiran.
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Betancourt comenta con sarcasmo que el dictador “ha ordenado arrestar el cadáver de Ruíz Pineda”. Hasta que, interceptado en San Agustín del Sur el 21 de octubre de 1952, el líder de la resistencia es asesinado a mansalva frente al Pasaje La Cocinera, en la avenida que hoy lleva su nombre.
El país, estupefacto, se indigna. Dos adecas resueltas, Isabel Carmona y su hermana Olga, se arrodillan al amanecer en el sitio donde cayó Leonardo. Olga es poeta y su nombre literario es Lucila Velásquez. Junto a ellas, serio y conmovido, está Jorge Dáger.
-No habrá paz en el ánimo – declara Betancourt en México- hasta que hayamos cumplido su aspiración.
Diego Rivera hace un dibujo para enaltecerlo. Es una paloma desplegada de alas que figurará juiciosamente en la parte superior de su cara en la portada de un libro escrito a su memoria. Desde la clandestinidad, Carnevali escribe que Ruíz Pineda ha ganado honrosamente la cumbre de los héroes. El dirigente comunista Guillermo García Ponce lo llamará “ruiseñor de la libertad” Al escribir sobre Leonardo, dirá Rómulo Gallegos: –el de la fina valentía y gozosa audacia.
El Nacional, La Esfera y Últimas Noticias destacan los sucesos sin divulgar, por desconocer pormenores, el nombre de los sicarios o la responsabilidad del gobierno. Con su habitual maestría, el fotógrafo Villa entrega a su diario, El Nacional, una foto macabra del líder tirado en el suelo y bañado en sangre.
Américo Martín es abogado y escritor.
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