De mujeres, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“¿Por qué las organizaciones socialistas frenan las luchas de las mujeres si somos la mitad de los explotados y las más oprimidas de esta sociedad?”
Argelia Laya (1926-1997)
Finaliza el mes decretado como “de la mujer”, en recuerdo de las luchas de las obreras textiles que en Nueva York se declararon en huelga el 8 de marzo de 1857. En Venezuela no faltaron las declaraciones oficiales rociadas con las rimbombancias que tan propias son del oficialismo revolucionario, siempre dado a izar las banderas de consignas que hace mucho abandonó. El marxismo clásico, acusando recibo de su tremenda derrota teórica ante la evidente superioridad de la economía de mercado, acabó entendiendo que en el futuro su campo de batalla sería otro muy distinto: el de la cultura.
La causa proletaria se había perdido para siempre. Los obreros estadounidenses, franceses, británicos, italianos y alemanes terminaron efectivamente uniéndose, pero en balnearios en el Caribe y el Mediterráneo, en restaurantes y en clubes sociales tras la recuperación económica de la postguerra y el surgimiento de los «baby boomers». El marxismo dirigirá desde ahora su mirada hacia los que desde siempre consideró despreciables: indígenas y pueblos morenos, minorías religiosas, homosexuales y un largo etcétera de grupos tenidos como indignos de encarnar al «sujeto revolucionario», las mujeres incluidas.
¡El “sujeto revolucionario”, sacrosanto estatus de los pretendidamente elegidos por la historia para hacer la revolución! Elevado hasta la gloria por el marxismo clásico, el puesto quedó vacante por el manifiesto desinterés de las masas obreras en encarnarlo. El Mayo Francés fue la ocasión para el acrobático salto epistémico marxista que hizo que los «progres» en las agitadas capitales de Europa, en el apacible Cambridge de Massachusetts y en la soleada California, pusieran de moda las boinas caladas al estilo del Ché Guevara, los ponchos a lo Mercedes Sosa y la enseña tricolor de los jamaiquinos, hojita de Cannabis incluida. Increíblemente, el marxismo estaba tomando para sí los símbolos de todo aquello que siempre despreció.
Abundan los testimonios de la infravaloración histórica del marxismo por los grupos sociales emergentes en los que ahora ponía sus ojos. Así, por ejemplo, «Inglaterra» – escribió don Carlitos en un célebre artículo sobre el futuro de Raj británico en India publicado en un diario de Nueva York en julio de 1853– «tiene que cumplir una doble misión en la India: una destructiva, otra regeneradora; la aniquilación de la vieja sociedad asiática y la de sentar las bases materiales de la sociedad occidental en Asia». Era el deprecio eurocéntrico de los marxistas por toda tradición distinta a la occidental, al punto de celebrar su «aniquilación» para dar paso, de acuerdo con las estrafalarias tesis del llamado «materialismo histórico», a la sociedad capitalista «necesariamente» predestinada al socialismo.
La aniquilación marxista a lo que no se aviniera a los dictámenes de su ortodoxia – gente incluida– alcanzó también a quienes en su día manifestaron una orientación sexual no cónsona con los catecismos rojos. Las letras iberoamericanas todavía lloran el sacrificio del Reinaldo Arenas, el gran poeta cubano enviado al destierro desde Mariel que acabaría quitándose la vida en Nueva York atormentando más por el drama del exilio que por el HIV/SIDA. «Cuba será libre. Yo ya lo soy», dejó escrito en una carta póstuma sobre la que los tinterillos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba jamás nada dijeron.
En el mismo tren de sus desprecios de siempre los revolucionarios subieron también a las mujeres, reducidas al triste papel de recurso propagandístico por las teologías comunistas soviética, china y cubana. Poco le faltó a la revolución cultural china, por ejemplo, para llegar a prohibir ser mujer. Al respecto escribe Jung Cheng: «el Líder (Mao) acababa de escribir un poema en el que se exhortaba a las mujeres a abandonar la feminidad y vestir el uniforme» (Los cisnes salvajes. Tres hijas de China, 1993, Circe).
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De allí que me resultara tan sorprendente la curiosa exposición de retratos femeninos –algunos bastante pobres– que a algún contratista apurado por cobrar le mandaron a poner sobre el engramado del Paseo de Los Símbolos, en Caracas, con ocasión del 8 de marzo. Tan curiosa curaduría puso a Sor Juana Inés de la Cruz al lado de Tamara Bunke, compañera de farras y fechorías de Ernesto Guevara en Bolivia, a la muy gomecista Teresa de la Parra junto a la señora Vilma Espín –dama cuyo único mérito creo habrá sido dormir con Raúl Castro– o a la gran Teresa Carreño –guzmancista a rabiar, por cierto – flanqueada por la famosa Comandante Ramona, figura emblemática de la guerrilla zapatista, la más «cool» de la historia. Más allá, a manera de «relleno», las infaltables Manuela Sáenz, Luisa Cáceres, Juana «la Avanzadora» y hasta la titánica «Negra» Argelia Laya, con quien tantas veces disentí en debate tan duro como cortés allá en su Río Chico natal, donde serví como médico rural hace tantos años. Para eso quedó la recia dirigente barloventeña a la que mi generación política recuerda con admiración y respeto.
Y todo ello en un país cuya alta razón de mortalidad materna –un vergonzoso 125 por cada 100 mil nacidos vivos en 2017- solo es superada por las de Guyana, Bolivia y Haití y en el que el desempleo y subempleo femeninos suman el 67 %. En la Venezuela real, en el país nuestro de todos los días, las narrativas de la «revolución bonita» tienen patas cortas y la lectura de los problemas cotidianos es muy otra: porque no obstante la jerigonza feminista del chavismo y sus oficinas «para la defensa de la mujer» en los hospitales – la del mío siempre cerrada, por cierto- y a pesar de la idiotez lingüística del llamado «lenguaje inclusivo», aquí abajo, a ras de suelo, es donde se confirma que en Venezuela la pobreza y el dolor tienen rostro de mujer.
La «revolución» chavista no llegó para liberar y promover ni a las mujeres ni a nadie como no sea a quienes la lideran, sus parentelas incluidas. Así me lo ratificó hace tiempo, malcitando a Gramsci, uno de sus «ideólogos», un personaje al que no recuerdo precisamente por brillante: «mire, cámara», me dijo, «nosotros llegamos aquí fue para establecer una nueva hegemonía y punto».
Nada de lo cual tiene qué ver ni qué hacer con la casi dos veces centenaria lucha de la mujer en el mundo. Parece claro entonces que, en Venezuela, la mujer seguirá siendo tan objeto de la propaganda roja como para la marca del conejo lo son las «bunnies» de Playboy.
Aquí, en la Venezuela sufrida de todos los días, la mujer es alfa y omega de un país roto que lucha todos los días como mejor puede por sobrevivir. A ella – a la madre, la hermana, la amiga, la colega, a la compañera de luchas, la emprendedora, la ductora, la cuidadora, la consoladora; a esa que es sostén del mundo cuando todo se derrumba y que tan solo de pensarla hace que a uno se le estremezca el corazón, quiero rendir hoy con estas modestas líneas mi homenaje más agradecido.
Gustavo Villasmil-Prieto es Doctor en Ciencias Políticas, médico y profesor de la UCV
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