«De pensamiento, palabra, obra y omisión» , por Gustavo J. Villasmil Prieto
En su párrafo 1854, el Catecismo de la Iglesia Católica define al pecado como una «falta contra la razón, la verdad y la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes». Desde Adán y Eva todos somos, en tanto que humanos, proclives al pecado. De allí que, al principio de cada celebración eucarística, los católicos reconozcamos ante el Señor nuestras culpas confesando haber pecado «de pensamiento, palabra, obra y omisión».
Pensamiento, palabra, obra y omisión son las cuatro grandes formas de pecado que los hombres cometemos. El de pensamiento incluye a aquellos contrarios a la voluntad de Dios: la envidia, el odio o los deseos de venganza. Incluso si no se materializaran en acciones concretas, son considerados pecado porque afectan la pureza y la intención del corazón. Válganos evocar los largos años que las élites venezolanas a desdecir de nosotros mismos y cuestionando el mérito de los vituperados «40 años»: políticos, empresarios, intelectuales, medios y hasta algunos autoerigidos como «notables». Nada valía, nada servía. Todo había que arrasarlo. Mucho de aquello fue lo que nos trajo hasta aquí como país.
El pecado de palabra se refiere al que se comete a través del habla: mentir, calumniar, insultar o usar lenguaje blasfemo. Mucho se pecó también en este sentido en Venezuela. La palabra puede causar daño y distorsionar la verdad, por lo que su uso supone un peso moral significativo. «Escuálido», «apátrida» y «pelucón», por no mencionar algunas otras lindezas, se hicieron calificativos de uso común en las altas esferas del poder para referirse a toda presencia crítica. En la tribuna pública, la TV y las redes sociales, la palabra devino en puñal para asesinar moralmente al disidente y disponer de su destino. Bastante de eso hubo aquí.
El pecado de obra lo constituyen aquellas acciones concretas que violan la ley de Dios: robar, asesinar o cualquier otra acción contraria a sus mandamientos. Son los pecados más evidentes. Niveles de corrupción solo superados por los de Sudán, Somalia y Siria, 82 por ciento de la población en pobreza, 3,7 años de esperanza de vida perdidos desde 2015, ocho millones de emigrados y un desastre ecológico como el del Arco minero, cuya extensión equivale a la de Portugal, son solo algunas expresiones de la magnitud y profundidad del pecado puesto por obra por una revolución que hace 25 años prometió la redención de todos los males venezolanos.
Los próximos días serán propicios para la comisión de un último y no menos grave tipo de pecado: el de omisión. Pecado que comete todo aquel que deja de hacer lo que debe hacer: defender la verdad, por ejemplo. Pecan por omisión los abanderados de las narrativas «pasapaginistas» y «normalizadoras» que solo han servido para que unos pocos se «atornillen» y hagan negocios mientras las mayorías desesperadas se lanzan con lo puesto a la aventura migratoria, malviven en un país en el que una bombona de gas doméstico es un lujo o son sacados de sus casas a la fuerza en una noche cualquiera.
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Recientemente lo ha dicho sin desperdicio alguno el padre Luis Ugalde, SJ, refiriéndose a la declaración final de los obispos venezolanos reunidos en la 45° Asamblea Plenaria Extraordinaria de la Conferencia Episcopal Venezolana del 17 de octubre pasado:
«…nuestros obispos dejaron claro que ningún cristiano debe ser cómplice, ni contribuir a que perdure esta realidad de muerte para millones de venezolanos, dentro y fuera del país. El pecado de omisión es muy grave en esta emergencia nacional».
Se peca de pensamiento, palabra y obra y omisión. Quien quiera contemplar hasta qué grado la fuerza maleficente del pecado puede obrar para destruir a un país entero hasta sus cimientos, que venga a Venezuela. Callar ante tanto dolor en nombre de pretendidos diálogos y consensos, de la salvaguarda de futuros «espacios» o en función de agendas subalternas es hoy más pecado que nunca en este país.
Pecado grave.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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