De vuelta al pasado, por Bernardino Herrera León
Twitter: @herreraleonber
Donde quiera que vayan, los venezolanos que emigran pueden afirmar: “Venimos del futuro”. La metáfora vale para aquellos países que aún no han experimentado regímenes totalitarios, vestidos con la ideología comunista o socialista; como se quiera, pues da lo mismo. Las discusiones bizantinas sobre ambos conceptos jamás terminan en algo concluyente, salvo en más confusión. Mejor despacharlos, por igual, de acuerdo con la tragedia de sus resultados.
En el pasado sobraban los regímenes totalitarios. Se excusaban por estar construyendo una república, mientras salían de las monarquías absolutistas. La mayoría de las repúblicas emergentes no eran tales. La separación de poderes fue, por mucho tiempo, solo un bello ideal y aún lo sigue siendo. El avance hacia la democracia ha sido lento y penoso. Un modesto paso a la vez, luego de dos pasos hacia atrás.
Los resultados de las recientes elecciones en Ecuador y Cataluña, España, muestran la tendencia de regreso a un pasado que equivale al presente en Venezuela.
Una parte del electorado de Ecuador ha votado al correísmo corrupto-populista. Está por verse la segunda vuelta. Luego de despejarse el reñido segundo lugar entre el izquierdista moderado de sesgo ecologista, Yaku Pérez, y el centroderechista Guillermo Lazzo. En suma, todas las opciones implican riesgo de retorno al pasado demagógico. Ya pasó en Argentina.
En el caso de Cataluña resalta la alta abstención de casi la mitad del padrón electoral. Expone a un electorado harto y desencantado, acosado por la crisis económica, la permanente conflictividad y el terror por la pandemia. Los restantes votos se reparten a par entre independentistas y no independentistas.
Pero, el caso catalán es más complicado. Las relaciones entre separatistas no son buenas. Se detestan, pero están obligados a formar gobierno a tres, con el apoyo de los extremistas de la CUP, anticapitalistas y promotores de una ruptura radical con España.
El separatismo catalán es una explosiva mezcla de nacionalismo, izquierdismo y supremacismo, que los convierte, inevitablemente, en segregacionistas y excluyentes. Cada vez más represivos y violentos. No se puede hablar español en público y menos expresar ideas contrarias, a riesgo de rechazo o agresión. La supremacía del idioma catalán condena al castellano a un gueto, especie de estrella judía de segregación.
El discurso separatista en nada difiere de los relatos independentistas del siglo XIX. Las consignas son las mismas: “España nos domina, nos roba, somos su colonia”. Oponen ilusiones en su lugar. El paraíso de una república catalana que no puede ofrecer ni más democracia ni mayor libertad de la que ya tienen todos los españoles. Tras esas ilusiones solo se observa un costoso nuevo aparato estatal, mantenido con altos impuestos y sumergido en una estancada polarización ideológica. La promesa separatista, como la de los populistas de Ecuador, solo ofrece el pasado como futuro. Con las mismas mentiras del presente.
En esta coyuntura, el gobierno de España es débil. Lo lidera un socialista, oportunista y sin muchos escrúpulos, dispuesto a negociar lo que sea para mantenerse un día por vez en el poder.
Se encuentra ahora en la encrucijada de ceder un referendo de autodeterminación, no permitido constitucionalmente. Tendrían que cargarse toda la legalidad.
Ceder ante los catalanes, aseguraría un efecto dominó. Seguirían el País Vasco, Baleares, Navarra y Valencia. Y detonarían ánimos nacionalistas de Galicia y Canarias. En poco tiempo, romperían en pedazos a la nación más antigua de Europa. Es como si anhelaran regresar al pasado feudal. Territorios pequeños, gobernados por caudillos rivales, la misma corrupción y empobrecimiento a escala. Con su irracionalidad, el caudillismo del PSOE podría perderlo todo, no solo el poder sino su país.
Las regresiones a pasados totalitarios, que se creían superados, son tendencia en el mundo. El ritmo de los países democráticos se ha detenido y retrocede. La democracia pierde en número con los países autoritarios. También se detuvo la disminución de la pobreza. Las crisis políticas espantan las inversiones y detienen el crecimiento. Recuerda a la aterradora Edad Media.
Nuevos fanatismos se fortalecen y amenazan con hacerse del poder en países con democracias formales. En Latinoamérica, regímenes criminales como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua financian y fomentan estas regresiones totalitarias.
Se llegó a creer, a comienzos del actual siglo, que la confrontación sería entre teocracias y regímenes autoritarios. Pero no ha sido así. Como volcanes dormidos, las ideologías totalitarias han despertado en el interior de las democracias.
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Las desastrosas experiencias socialistas del siglo XX no parecen hacer recapacitar ni servir de advertencia. Solo algunos países que sufrieron en carne viva el desastre comunista están, de momento, fuera del alcance de dichas regresiones.
El fenómeno de la pandemia ha oscurecido aún más el panorama gris de las democracias. Sus gobiernos se arrogan autoritarismos adicionales con la excusa de la salud. Exageran en inútiles confinamientos, toques de queda, restricciones de todo tipo a la vida civil y suspensión del control parlamentario. Comienzan a emular a los países totalitarios.
La OMS está contribuyendo a enrarecer más la situación. Se ha convertido en propagandista de terror en vez de generar certeza y tranquilidad. Aterran sus constantes anuncios de interminables y más mortales olas y nuevas cepas. Siembran dudas sus ambigüedades sobre las vacunas. Recomiendan no salir. Que vivamos en cuevas. Que dejemos de vivir para salvar nuestras vidas.
No sabemos si esta fase, tan incierta como regresiva de la historia, sea algo así como el último aliento de las ideologías. Lo cierto es que la economía de los países víctimas terminarán colapsando bajo el peso de tan costosa irracionalidad.
La humanidad nunca ha cambiado como resultado de la pobreza sino como resultado de la prosperidad. El maravilloso fenómeno de la civilización surgió luego de un largo período de superávit y bienestar. La escasez y la pobreza solo engendran violencia, más pobreza y más escasez. Ese es el escenario al que aspiran las ideologías. Como los virus, se esfuerzan en destruir la prosperidad que los hospeda. Están convencidos de que pueden permanecer en la miseria extrema de sus resultados. Pero la historia se empeña en decir lo contrario. Todos los experimentos ideológicos, sin excepción, han resultado en colapsos.
De algún modo, la racionalidad y la sensatez tendrán que colarse por las rendijas de esta locura regresionista. Ahora, todo depende de cuán ilustrada sea la ciudadanía. Y de la calidad de los líderes que están o que estén por surgir, para evitar a toda costa esta absurda vuelta al pasado. Una nueva y más racional segunda Ilustración representaría la esperanza de salir de este atasco histórico y proseguir hacia el futuro, para lograr que las democracias superen la infancia y alcancen pronto la mayoría de edad.
Bernardino Herrera es Docente-Investigador universitario (UCV). Historiador y especialista en comunicación.
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