Del cuarto oscuro a adentrarnos en el túnel, por Leonardo E. Stanley
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La humanidad enfrenta la emergencia climática, que es la crisis más disruptiva de todas. Debemos dejar de pensar en el problema desde la perspectiva intergeneracional; el problema está con nosotros y la ciencia nos urge a tomar medidas contundentes. Pero muchos políticos esconden la cabeza bajo la tierra como avestruces. Otros niegan directamente el fenómeno.
Este último tipo de comportamiento no opera en el vacío, tampoco se circunscribe a un grupo de países. El negacionismo es un fenómeno que atrapa a millones de personas en todo el mundo. Se trata de un giro a la extrema derecha que empuja al planeta a una catástrofe anunciada.
¿Qué explica este comportamiento?
En lugar de pensar en el largo plazo, la complejidad del momento lleva a los agentes económicos a privilegiar el corto plazo. Ello se exacerba en contextos como el que actualmente se observa en Argentina, donde la corrida cambiaria y el temor hiperinflacionario nos precipita al «sálvese quien pueda», premisa que no solo contrasta con la idea de preservación de una sociedad democrática, sino que también elimina toda posibilidad de resolver la emergencia climática.
A su vez, la consigna transmuta hacia una aceleración del extractivismo: la necesidad de divisas impone el «explótese lo que sea». La renta que implica dejar el petróleo en el subsuelo se evapora y se da una corrida por vender el recurso en los mercados. Tal idea está detrás del celebrado modelo de Harold Hotelling, en el que se vincula el ritmo de extracción y la consiguiente renta que genera la actividad, pero a la tasa de interés que evidencian los mercados financieros.
En un contexto de fuerte inflación, acelerar la tasa de extracción resulta un comportamiento racional. En un mundo que está en transición energética y que presenta fuertes probabilidades de que los activos devengan varados, tal comportamiento resulta ciertamente poco convincente.
Sin embargo, el ritmo de extracción no solo se ve influido por la tasa de interés, sino también por los impuestos o tasas que eventualmente se impusieran al carbono. Aquí nos referimos a la tasa pigouviana, que, al internalizar los costos, afecta la rentabilidad de la producción. Aunque parezca paradójico, la crisis petrolera de los años setenta convivió con el surgimiento de una mayor conciencia ambiental que, con el paso de los años, se convertiría en reclamo de un plan de transición energética.
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El reconocimiento de la crisis climática en las más altas esferas del poder político (recordemos el manifiesto del exvicepresidente de Estados Unidos, Al Gore) coincidió con una era de baja inflación y mercados financieros estables. No obstante, aun cuando la denominada «divina coincidencia» saltara por los aires en 2007, las bajas tasas de interés perduraron en la siguiente década para evitar un mayor estancamiento. Dicha situación ocurrió simultáneamente con una baja sustancial en el costo de los equipos renovables: el cambio tecnológico mandaba señales.
También crece la conciencia verde en algunos grupos de consumidores, al tiempo que se propagan leyes y normas que condenan el uso del carbono. En términos del modelo, en una época de tasas bajas (nulas) y mayor conciencia ambiental, se retarda el que las petroleras busquen la renta.
Pero la pandemia, primero, y la invasión de Ucrania, después, marcarían el fin del «reinado» de la política monetaria. En un contexto de fuerte incertidumbre, la inmediatez del «sálvese quien pueda» hace que las ideas ambientales pierdan relevancia, al tiempo que ahora Gobiernos y empresas buscan hacerse con la renta: Hotelling prevalece ante Pigou. Súbitamente, el precio del barril se encuentra por encima de los 100 dólares y se multiplican los proyectos de prospección petrolera en todo el mundo. La voracidad por el petróleo no solo se explica por medio de las tasas bajas: la geopolítica importa, pero también influyen los intereses corporativos.
Pareciera que todos observasen a corto plazo, aunque dicha lectura resulta equivocada, al menos en algunos casos. La guerra aceleró el plan de transición en el seno de la Unión Europea, mientras que la introducción de la ley antinflacionaria en EEUU marcó un retorno de la política industrial. A ello se suma China, cuyo predominio industrial alcanza a importantes sectores verdes (eólico, solar, baterías y automóviles eléctricos).
Todo lo que se dijo anteriormente no quita que, en pos de mantener sus negocios, algunos empresarios, a la sazón financistas de la extrema derecha, enarbolen el negacionismo. Tal es el caso de los hermanos Koch, cuyos fondos nutren las billeteras de los libertarios en todo Occidente, con el objetivo de desmantelar toda política climática como la que propone el Partido Republicano en caso de llegar a la Casa Blanca o la enmienda al Proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética que presentó Vox en 2020 en el Parlamento español. Este tipo de posturas no resulta extraña para quienes habitamos la región. Basta recordar los años de Jair Bolsonaro en el Palacio de Planalto.
Pero ahora se asoma en la Argentina. Muchos votantes, al llegar al cuarto oscuro, se envalentonaron y expresaron su bronca a la clase política «tradicional». Independientemente de sus motivos, el apoyo a Javier Milei en las elecciones primarias del 13 de agosto ha alterado la agenda política.
La «maquinaria negacionista», que ha sido impulsada por la extrema derecha, está respaldada por empresarios, medios de comunicación, fundaciones conservadoras y, en este caso, por el sector petrolero.
Ahora habrá que esperar a lo que suceda en las elecciones presidenciales. Sin embargo, no olvidemos que no existe casta más peligrosa que la que embiste contra la democracia y el propio futuro del planeta.
Leonardo E. Stanley es investigador asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad-Cedes (Buenos Aires). Autor de “Latin America Global Insertion, Energy Transition, and Sustainable Development», por el Cambridge University Press, 2020.
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