Del mismo amor ardiendo, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“El cual en sí morando,
en sí sus mismas llamas convirtiendo,
en su amor se abrasando las mías encendiendo,
haría estar del mismo amor ardiendo”
San Juan de la Cruz (1542-1591).
Feliz ha sido el reencuentro con este viejo libro que por años yació en el fondo de mi biblioteca sepultado por sucesivas ediciones de “Las bases farmacológicas de la terapéutica”, la monumental obra que Louis S. Goodman y Alfred Gillman publicarán por primera vez en 1941: se trata nada menos que “Del mismo amor ardiendo” del gran Armando Rojas Guardia, edición de 1979.
Pasaba uno “las de Caín” en aquellos años, ahorrando hasta el último mediecito del pasaje, para correr hasta las magníficas librerías de Chacaíto y Sabana Grande, hoy desaparecidas, y ponerse en aquellos textos luminosos que cuarenta años más tarde vuelvo a hojear con el regocijo de quien abre el arcón de un precioso tesoro.
Años aquellos en los que en cada 14 de febrero, Caracas se paralizaba de punta a punta, repletos sus restaurantes, floristerías, tiendas y hoteles “de alta rotación”. Tiempos en los que, como en estos, la comercialización del amor concebido como sentimiento solía mover inmensas sumas de dinero erogado por concepto de licores, condumios y lechos de alquiler en homenaje a un San Valentín que váyase a saber si se sentiría del todo cómodo haciendo de patrocinante de tanto derroche y desenfreno.
El amor como sentimiento es una idea muy propia de estos tiempos líquidos. Algunos lo reducen al efecto de cierto humor neural – típicamente la oxitocina- sobre receptores específicos situados en las profundidades del cerebro, órgano este en el que desde los primeros modernos se ha situado la sede del alma. Los bioquímicos no debieran ignorar que el espíritu es autónomo y que su acción nada tiene que ver ni qué hacer con la cinética de Michaelis y Menten o cosa por el estilo. Porque no hay tal cosa como un “efluvio” amoroso al que por estos días le dé por ser distribuido masivamente por querubines en pañales como los de Rafael, de esos que se nos pintan volando por los aires disparándole flechas de pasión a todo al que se encuentren. En absoluto.
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El amor no es un estado de ánimo neurohumoralmente determinado. Ni el estar enamorado – o estar “en amor”- una especie de delirio clínico. Mucho más que eso, amar es la toma radical de una opción consciente por aquello que hacemos nuestro sin reparar en riesgos ni consecuencias. Es así como aman el hombre preso que mira al hijo y le abraza a través los barrotes de su celda y la madre que llora desconsolada al salió a marchar envuelto en una bandera y se lo devuelven exánime metido en una bolsa de plástico. Como se ama también el recuerdo de los padres ausentes, la memoria venerable de los maestros queridos de la Facultad que ya no están, la callecita marabina en la que uno nació y los hermanos y amigos hoy llevados lejos por circunstancias de vida que no escogieron. Y como se ama a la patria y a los hijos, al Alma Mater a la que entramos siendo niños y salimos titulados de doctores, a la pila en la que se recibió el bautismo, a la mujer de suave talle cuya sola mirada nos conmueve hasta los huesos y al sacrosanto ritual de la revista de sala de cada mañana que nos regala en hermoso privilegio de entrar como ángeles custodios en las vidas de nuestros pobres enfermos.
No hay tal cosa como un amor “departamentalizado”. Hay solo amor. Amor “puro y duro” que se prodiga sin esperar nada a cambio.
Fuerza que no es arrebato, pero que todo lo permea y lo fecunda; decisión reiterada y comprometida por aquello a lo que hemos decidido entregarnos, militancia plena que no explican las cinéticas bioquímicas ni los potenciales nerviosos sino que es expresión del más pleno ejercicio de la soberanía del espíritu, como lo testimoniara en su día aquel hombre de Nazaret que movido por puro amor a los hombres se empinó ante la calzada del calvario llevando en solitario la cruz del mundo a cuestas.
Tal es el amor que hoy reivindico, flogisto mágico que mueve al mundo y que se hace preciso invocar en tiempos en los que una terrible cultura de odio y de muerte se ha instalado profundamente entre nosotros.
Por sobre osos de felpa, rosas en cajas de plástico y perfumes de imitación barata, levantémosle como bandera que arrope todo aquello que toquemos. Venezuela se redimirá el día en que, como escribiera bellamente el santo místico de Ávila en memorable verso que sirvió de título a este hermoso poemario de Rojas Guardia que hoy reencuentro, todos vivamos “del mismo amor ardiendo”.
Referencias:
Brunton LL, R. Hilal-Dandan y B. Knollmann (editores) Goodman y Gilman. Las bases farmacológicas de la terapéutica, 13ª edición. Mc Graw-Hill.
Rojas Guardia, A (1979). “Del mismo amor ardiendo”, Monteávila Editores, Caracas.