Del verbo matar, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Sí, es terrible, yo también maté una persona. El hombre moreno, fornido, calvo, sentado a mi lado nos sorprende porque ha permanecido en silencio y ahora cuando revela semejante confesión nos observa con mirada recia pero también piadosa. Su voz parecía venir en auxilio. Para llenar el vacío que dejó el relato de Hernán al resumir el caso del ladrón que trepó la reja de su casa, en Cumbres de Curumo, y él lo esperó con la pistola y ¡pum! Daniela, su hija –que para ese entonces tenía 14 años– lo despertó para alertar lo que veía desde la ventana.
Son temas que se mezclan en la cháchara informal cuando se junta un grupo de empleados públicos jubilados, profesores o comerciantes que no se conocen entre sí. Nos une lo casual: residimos en Barcelona, y aprovechamos el final de una protesta, la conferencia de un compatriota o el bautizo de un libro para darnos la mano y decir «mucho gusto».
La siguiente pregunta es ¿cuánto años tienes viviendo aquí? Desde luego que esa tarde se hablaba de la insólita violencia en Barcelona hasta aterrizar en Caracas, y para ilustrarnos mejor Hernán, gerente por 22 años del BCV, describió cómo le disparó «más arribita del corazón» al tipo de una banda que tenía azotada la urbanización. Estuvo ocho meses preso en La Planta hasta que su abogado demostró que al finado le sobraban antecedentes penales y cargaba una pistola de alta potencia. Defensa propia, se alegó. «O sea, era él o yo», remató Hernán y yo con disimulo le miré completo para saber si su figura semejaba la de un personaje de los duelos del Lejano Oeste.
Al narrar su experiencia Hernán adoptó la actitud de quien no se siente orgulloso por lo que hizo y ello planteaba una situación incómoda que resolvimos de la manera siguiente: no hacer preguntas. Entonces se instaló una pausa incómoda. Pero cuando cada quien rebuscaba en su mente otro tema para la conversación apareció Rafael y dijo eso de «sí, es terrible, yo también maté a una persona». Moduló la oración como el jugador de ajiley que pide una carta y espera que todos saquen las suyas y, sin hacer ruido, esparce las ganadoras en la mesa para llevarse la apuesta. «Lo mío fue peor porque lo hice sin querer y haberlo ocultado casi me vuelve loco», confesó con voz trémula, apagada, queriendo espantar con silencio prolongados sus demonios que al parecer le han acosado.
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Dávila, el ingeniero, tuvo de inmediato la sensación de que esto parecía ya el segundo episodio de una serie de Netflix e hizo señas a la chica para que repitiera la ronda de cervezas. Eso me sacó una sonrisa porque lo hizo con un gesto emocional e infantil, como cuando a uno lo reunían para echarle cuentos de brujas, ahorcados y aparecidos. Ah, pero, un momento: Rafael se transformó y dejó la timidez para hablar como un vendedor de enciclopedias que va de casa en casa. De esos sujetos que no aceptan el no por respuesta y con actitud de porfiado atraviesan la punta del zapato para impedir que le cierren la puerta. Dijo que tenía necesidad enorme de contarlo porque, insistió, hubo un tiempo en que eso lo iba a enloquecer. Mosca!
Mi lío era que yo había comprado una parcela en Todasana, tú sabes, en esa costa del litoral central. Cuando podíamos, mi mujer y yo arrancábamos hacia allá los viernes en la tarde, al salir del trabajo. Luego ella dejó de acompañarme porque ahí se iba era a trabajar, que si desbrozar el terreno, poner la cerca, y ese fin de semana había acordado con unos muchachos del lugar aplanar la tierra… la idea era tener una casita de playa.
Ese viernes ya entrada la noche viajé yo solo y cuando voy por la carretera antes de entrar a Los Caracas me distraigo al cambiar la emisora de radio y ¡plum! siento un golpe tremendo en el pequeño Volkswagen verde. Mi primera impresión era que había golpeado un perro y prodigo pero me detengo y retrocedo para asegurarme y como los Volkswagen de antes tenían la ventanilla trasera pequeña miré con dificultad.
Había atropellado a un señor algo mayor, supongo. Lo supe porque cuando retrocedo veo que el hombre se incorpora del suelo y llega a mi campo visual demasiado tarde: le volví a pasar por encima. Nervioso como andaba me bajé del carro y noté que era ya hombre muerto. Me le quedé mirando unos minutos, pero pensé que podía ser linchado ahí mismo por familiares y vecinos y me piré volando.
Cuando llegué a Todasana, el señor que me alquila la habitación y administra el bar La Estrella le bastó observar mi palidez para saber si estaba bien. Le respondí que sí y para continuar la farsa me quedé en la barra, bebí tres cervezas y le mentí confiándole que había estado con una negrita en Osma, el pueblo anterior a Todasana. Me fui a dormir, y cuando desperté la noticia del día era el muerto en la vía Los Caracas, lo que avivó más el dolor de cabeza por la resaca. Aun así trabajé en el terreno y regresé el domingo muy de noche. Ya no había policías revisando los carros.
En los días posteriores me fue mal. No hice más que pensar en el cadáver. La camisa abierta dejaba ver un cuerpo huesudo, el pecho hundido y el rostro era como achinado. Le faltaba un diente delantero. El cabello era ralo y como mojado, y un hilito de sangre le salía por la oreja derecha. Pero si lo volteabas, como lo hice yo, aparecía una sangre densa y oscura que salía por la nuca. Un brazo tenía marcas del caucho cuando retrocedí.
Perdónenme que se los describa así, con tantos detalles porque, aunque estuve dos o tres minutos, parece que lo hubiera registrado en un video. Era esa imagen la que se me aparecía en sueños y me despertaba sudado. Mi mujer se asustaba y a la pregunta de qué me pasaba, yo opté por callar y no contárselo ni a ella ni a nadie. Como dicen los policías de la tele cuando atrapan al ladrón, «todo lo que diga podrá ser usado en su contra».
De manera que empecé a descuidar el trabajo de administrador en un supermercado; por consideración me enviaron a un psiquiatra y a ese doctor, casi de mi edad, tras hacerle jurar que lo que le diría no lo iba a usar para acusarme ni para contarlo entre colegas, fue con quien me abrí y le conté el suceso, desde el día en que compré el terreno en Todasana hasta esa noche fatal del viernes en la que mi mujer debió acompañarme.
Acordamos una sesión semanal pero a la empresa se le acabó la paciencia y me echaron. Igual seguí las sesiones con el psiquiatra. A mi mujer se le metió en la cabeza que tenía un rollo con otra y al año me pidió el divorcio. Aunque no teníamos hijos, le dejé el apartamento, y yo me quedé con el terreno y mi mascota. El perro murió de viejo y el terreno no sé si lo agarró alguien porque no fui nunca más a Todasana.
Tras esa narración, salpicada con terminología jurídica y siquiátrica, Rafael no dejó nada para la sobremesa. Esta vez la pausa se volvió un silencio prolongado e insoportable. Se acabaron las cervezas, pedimos la cuenta, dividimos lo consumido y quedamos en vernos otra vez.
A Rafael le invadió cierto desaliento, se sintió desubicado, como cuando esperan en la sala del hospital noticias del familiar que ingresó con infarto y se aparece alguien para describir cómo se le murió el paciente.
Yo me le acerqué para consolarle y le regalé lo que siempre ha sido mi frase insignia: «Coño, Rafael, sabes que Todasana fue en mi adolescencia el paraíso terrenal perfecto». No ayudó. Rafael me respondió: para mí es un infierno… solo con nombrarlo me lastima. Nos despedimos afuera por cuarta vez y Rafael dijo que tenía auto y se ofreció para quien iba por los lados de Horta. Algunos se excusaron porque tenían carro, otros que vivían cerca. Yo pensé que me iría de maravilla, pero como he visto tantas películas de Hitchcock me asusté.
Cambié de tema y sin desearlo me acordé que en una de las novelas de Raymond Chandler alguien se ufana de lo fácil que es matar, y el detective Philip Marlowe le contesta «Es cierto, matar es lo más fácil que existe… lo difícil es vivir con ello».
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España