Delirios, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Lo primero en lo que pensé fue en escapar de esa pesadilla, abrir los ojos, beber agua del vaso que reposaba sobre la mesita de noche y acostarme de nuevo. Pero, se trataba de la puta realidad (debí corregir la frase y escribir la pura realidad, ya lo dije, no era un sueño y lo que vi no me gustaba para nada). Corría peligro, en una noche cálida, en mitad de una calle fantasmal y alguien persiguiéndome con cuchillo en la mano, mientras yo no hacía más que huir, sin posibilidad de pedir auxilio porque no había nadie apostado a las ventanas. Entonces, como por efecto de un golpe de lucidez me llegó el evento fugaz y ahora sin importancia como para detener mi angustia, de que minutos antes había pasado a su lado y le recriminé, en acción que debí dejarla a la policía, la desfachatez de orinar en la calle.
Recuerdo también que a unas palabras suyas respondí que sí, que era problema mío, en tanto que ciudadano con derecho a defender lo público.
El sujeto, alto y pasado de kilos, se quedó mirándome con cierta incredulidad y me desafió a volver y repetírselo en su cara. Dada la agresividad que mostraba lo que hice fue apurar el paso y esta huida, de disimulo primero y después de miedo, lo excitó haciendo que su andar, tambaleante por la ebriedad, tornara vertiginoso, poniéndome en aprietos ya que hasta ahora me había negado a exhibir la dimensión de mi cobardía. Así que, impulsado por largas zancadas, intenté quitármelo del camino, aunque su asedio se acrecentaba y corrí, como ya les mencioné, multiplicando los esfuerzos por salir de lo que temía aún era un mal sueño. Solo cuando descubrí, para mi horror, que estaba enfrentado a la más desoladora realidad, ocurrió el milagro, si podemos denominarlo así: el tipo, dispuesto a zanjar con el cuchillo la insignificante disputa, tropezó con la rueda de una moto aparcada en la acera, perdió el equilibrio e hizo una maroma inútil para sostenerse pero finalmente cayó.
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Cuando miré hacia atrás, yacía en la acera y parte del cuchillo había penetrado en el pecho. Pude haber seguido y dejar que se desangrara porque sus intenciones no apuntaban a ser pacíficas, pero me dije que si había actuado correctamente al llamarle la atención por una estúpida actitud de borracho ¿por qué no volver y prestarle auxilio? Así que regresé hacia el hombre que de violento y amenazador se había transformado en alguien insignificante, asustadizo, que me rogaba no dejarle solo, no dejarle morir y recordaba que tenía mujer e hijos.
Sin apartar mi mirada de la sangre que teñía su camisa llamé a emergencias y me disponía a dar la información exacta cuando sujetó mi brazo, me confesó que nunca quiso hacerme daño, que lo sentía mucho si había provocado en mí esa impresión de ser alguien violento y que, por favor, tratara de despertarlo del mal sueño.
Me esforcé en obsequiarle con una gran sonrisa llena de afecto como única explicación posible y le confié que yo también había confundido todo con una pesadilla.
Pero él insistió en que permanecíamos en un territorio que no pertenecía a lo real. No llegó a escucharme porque, de inmediato, cerró los ojos y dijo en tono lastimero “voy a intentarlo”. Solo, desesperado, sumido en la aterradora posibilidad de que terminaría encarcelado y juzgado como presunto homicida, me aparté lo más rápido que pude de ese cuerpo inerte y corrí sin rumbo hasta llegar a casa, me cambié de ropa y me metí en la cama, tratando de borrar la maldición de su recuerdo. Pasé horas dando vueltas en la cama, hasta que, vencido por tanto esfuerzo, caí rendido, pero justo cuando entrecerré los ojos, escuché que tocaban a la puerta. Al abrir, allí estaban ellos. El de mayor edad, cuyo cuerpo resultaba ridículo envuelto en una chaqueta azul, preguntó mi nombre y qué hacía yo corriendo por la calle hasta hace poco, según testimonios de algunos vecinos que me vieron llegar a casa.
Traté de domesticar mi miedo, pero de mi boca surgía un sonido corto y alusivo, y las palabras se negaban a salir… Entonces, tras una pausa, el hombre de la chaqueta dejó de hablarme y ordenó a uno de los efectivos que me esposaran y, dirigiéndose a mí, solo se atrevió a decirme: “Acompáñeme… amigo, usted se ha metido en tremendo problema”. Incliné la cabeza, cerré la puerta y los seguí preguntándome, mientras veía, ahora sí, a los vecinos observar desde sus ventanas, si esto en verdad no sería un mal sueño. Sí, me contestó el inspector desde su chaqueta azul. “Todos los asesinos dicen lo mismo… que están viviendo una pesadilla, que no recuerdan nada, pero esto no es más que la puta realidad”. Me le quedé mirando fijamente y le comenté: oiga, comisario, esa frase ya la había dicho antes de que todo esto pasara. No me contestó y subí al carro policial.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España