¿Democracia? Cuando me conviene, por Juan Francisco Camino
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En América Latina las exigencias democráticas dependen de quién esté en el gobierno. Carl Schmitt nos advertía hace más de medio siglo de esa forma de entender la política. Crear una antítesis, sea material o imaginario, para justificar la lucha encarnizada por el poder y evitar que “el otro” se alce con la victoria y pueda sobreponerse a las “únicas y sacrosantas intenciones” de uno de los bandos. El bueno versus el malo, el imperio versus la alianza rebelde, los vengadores versus Thanos. De vez en cuando, los bandos nos presentan su elegido, un ungido por las “estrellas” —o un mitin político— que con mano de hierro, voz de trompeta y gran elocuencia envuelve a los ciudadanos ofreciéndoles “la victoria definitiva” sobre los enemigos, los anti-patria u oligarcas.
La dicotomía amigo-enemigo
Y si para esto “los buenos” deben pasar por alto las instituciones ¡no importa! Da igual si se trata de golpes de Estado, de eliminar el Estado de Derecho, de cambiar las instituciones del Estado a la fuerza, atentar contra los principios republicanos, hacer la vista gorda ante ataques a la separación de poderes, desconocer al poder legislativo como contrapeso o llamar “bloqueo” a la discusión democrática cuando “el bando de los buenos” no puede imponer su agenda.
En América Latina sobran los ejemplos, tanto en la izquierda como en la derecha. En El Salvador, la mayoría legislativa de Nayib Bukele, el presidente con mayor aceptación de la región, destituyó ilegalmente a los miembros del Tribunal Supremo de justicia, haciéndose del control de la sala constitucional.
Y meses más tarde, justamente la Corte Suprema de Justicia autorizó al presidente a buscar la reelección a pesar de su inconstitucionalidad.
En Ecuador, el ex presidente Correa se valió de consultas populares para dar legitimidad a sus pretensiones, aduciendo que su proyecto político salvaría al Ecuador de las “garras de los pelucones” y permitiría a “la patria grande” alcanzar su “segunda y definitiva independencia”. Paradójicamente, el actual presidente Lasso, opositor al ex presidente, anunció la posibilidad de llamar a consulta popular para destrabar un supuesto “bloqueo” de la Asamblea Nacional a sus proyectos de ley de reforma laboral y tributaria. Pero para sus seguidores esto no importa, su líder puede pasar por encima de las instituciones —cómo lo hacía Correa sin ser un tirano como Correa— ya que este pertenece al “bando de los buenos”.
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¿Institucionalidad? Es lo primero que se debe exigir al oponente. Pero tampoco hay que abusar, no vaya a ser que se conviertan un freno “al proyecto país”. Y si se vuelven una traba, habrá que pasarlas por alto, modificarlas y si hace falta eliminarlas.
Pasó con Fujimori en el golpe de Estado de 1992, con Correa en 2011, lo intentó Uribe en el año 2010 y Evo Morales se presentó a una cuarta reelección en el año 2019 saltándose todas las normas.
¿Y los valores democráticos?
La cultura política en esta parte del mundo carece de valores democráticos. El diálogo se confunde con debilidad, el respeto a la ley es sinónimo de candidez y la tolerancia es prácticamente intolerable. Lamentablemente tenemos una cultura política que se derrite ante la demagogia y buscamos incesantemente mesías que “salven al pueblo” —aunque sean autoritarios— siempre y cuando sean parte de “los buenos”. Y es que la democracia no puede ser posible mientras quien dirija sea “el otro”.
No pretendo hacer un análisis y menos aún rebatir los estudios sobre populismo realizados por grandes científicos sociales como Carlos de la Torre, Loris Zanatta, Margaret Canovan, María Antonia Muñoz o Ernesto Laclau. Pero vale la pena analizar y criticar, no sólo a los actores políticos, sino también debe existir una fuerte crítica desde y hacia la ciudadanía.
Muchas veces responsabilizamos a los políticos del estancamiento del país y los culpamos por las carencias de la democracia. ¿Pero cuándo nos hemos parado los ciudadanos frente al espejo para examinar nuestras propias miserias, las misma que debilitan a la democracia y las instituciones? ¿hasta qué punto el “gobierno del pueblo”, que ni le importa ni entiende la democracia, no es una quimera? ¿hasta cuándo respetaremos la democracia, siempre y cuando nos venga bien? ¿Será que seremos los latinoamericanos la peor amenaza para nuestra propia democracia? Para cambiar esto es imperante cambiar la cultura política de nuestros países. Pero quien sabe, a nadie le importa demasiado.
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Juan Francisco Camino Profesor de la Universidad de los Hemisferios (Quito). Estudiante de doctorado en la Universidad de Salamanca (España). Máster en Relaciones Internacionales por el Instituto de Altos Estudios Nacionales (Ecuador) y en Ciencias Políticas por la Univ. de Salamanca.
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