Democracia y opinión pública, por Luis Ernesto Aparicio M.

Twitter: @aparicioluis
Según la Real Academia de la Lengua Española, la palabra escrutar tiene dos acepciones, la primera es la que inmediatamente reconocemos: «Indagar, examinar cuidadosamente, explorar» y la segunda es la que mayoritariamente se utiliza en el ámbito de la política: «Reconocer y computar los votos que para elecciones u otros actos análogos se han dado secretamente».
Me detendré hasta secretamente, porque es la palabra que no aplicaría para quienes entiendan y sientan el deseo de hacer carrera política y aspiren a ocupar puestos que resulten favorecidos por los cómputos de votos.
Siempre he considerado que todo aquel que decide que su vida sea un elemento más de lo público debe contar en su hoja de ruta que su vida será parte del todo, el centro de la opinión de la gente, entendiendo que su vida se convertirá en un pedazo del elemento público.
En ese sentido, quienes aspiran a convertirse en actor/actriz, deportista sobresaliente o, en lo que pocos no lo suelen ser: políticos con aspiraciones a cargos públicos, deben tener en cuenta que estarán dependiendo, ciertamente de sus habilidades, pero mucho más de la opinión de los otros, o lo que será lo mismo: de la opinión pública.
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Para comprender un poco más de qué trata la opinión pública, Giovanni Sartori señala que la opinión pública es «un público, o una multiplicidad de públicos, cuyos estados mentales difusos (opiniones) interactúan con los flujos de información sobre el estado de las cosas». Por lo que nos queda por deducir que se cuenta con la presencia de opiniones de un público —es decir el común de nosotros— sobre la conducción de un sistema, personas o la conducción, en el caso que nos ocupa, del o de los gobiernos.
No obstante, pocos son los que, de primera mano, saben que esa será la nueva mensura con la que será evaluada su vida en general y que, como dije antes, su vida ya no será «secreta», por lo que debería estar a la vista de todos. Es decir, sus acciones pasadas y presentes serán las cargas o valores sometidos a la intervención de todos en sus vidas.
Y digo pocos, porque en la actualidad, con el surgimiento del nuevo perfil de liderazgo político que se alza en la mayoría de los países, son muchos los que saben que, en condiciones razonables de evaluación pública, con claras evidencias, no cuentan con un perfil idóneo para ejercer ningún cargo público. De allí que acudan a sus armas predilectas: la mentira y el soborno, para intentar escapar de la opinión pública más severa, incluso de la justicia.
Bajo esas circunstancias, no podemos pedirle a la democracia que acuda al rigor o puritanismo para filtrar a los personajes que pululan dentro de su sistema. Tampoco cerrar filas y exigirle que se transforme en una doctrina que no brinde la libertad de participación y decisión, por obstruir el camino a los inescrupulosos que acuden a la retórica más irreal e imaginaria y así manipular a la opinión pública. Es decir, la visión suya y mía.
En ese sentido, toca a los ciudadanos agudizar los criterios de selección o simpatía, para no entrar en el terreno del fanatismo que exacerba hoy día a millones de habitantes en el mundo.
Nuestra balanza de selección debería ayudarnos para no permitirnos convertirnos en «hinchas» de incapaces ambulantes con ofertas de mejores condiciones de vida; de vengar las ofensas individuales y colectivas; con nacionalismo exagerado y de poca funcionalidad en estos tiempos en donde se deberían encontrar más caminos que murallas o fronteras.
Mientras desarrollamos nuestras habilidades y sentidos para proteger las libertades como ciudadanos y como seres humanos, hay democracias en la que sus instituciones, por suerte, están consolidadas; por lo que nadie con pasado o presente de poca honorabilidad o, que desee intentar sembrar el caos y mantener sus falsas acciones, puede eludirlas.
Las instituciones democráticas han logrado detectar los abusos a las que le han sometido las principales figuras públicas en el mundo. En Francia, Corea del Sur, Italia, Sudáfrica, Taiwán y muy recientemente Israel y los Estados Unidos, han activado sendos juicios sobre estos flamantes agentes de la corrupción y manipulación.
Sin embargo, lo opinión pública sigue presa, por una parte, por la manipulación y el fanatismo que van sembrando los infractores, además de las preferencias o posiciones políticas.
Y es que lucir a los últimos de la cadena de corrupción y otros delitos cometidos por figuras —o figurones— públicas, no es, precisamente, prueba exclusiva de que la democracia funciona. Por ejemplo, el caso de Venezuela y un gobierno que ha montado un desfile de color anaranjado no puede ser comparado con los juicios abiertos, por ejemplo, a Silvio Berlusconi, Benjamín, Pedro Castillo, Netanyahu o Donald Trump.
En todo caso, cuando se está en democracia la opinión pública juega un papel fundamental, muy importante y su fuerza, al igual que la de la justicia, debe contar a la hora de tomar la decisión de aspirar a un cargo público.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de Prensa de la MUD
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