Derrotar el miedo, hundir la dictadura, por Gregorio Salazar
En medio de los humeantes escombros de lo que se llamó la revolución socialista del siglo XXI, aquella que se vanagloriaba de hacer caminar la espada de Bolívar por América Latina, aparecen tambaleantes los sargentones de Chávez lanzando en su hora final los zarpazos que retrasen el derrumbe definitivo.
Ya no queda nada que defender, como no sea la caleta mil millonaria y el propio pellejo de quienes se saben candidatos seguros a largos años de prisión para responder por sus delitos de corrupción, narcotráfico y lesa humanidad, que es muchísimo más que lo que enfrentan sus viejos socios sureños como Lula, Kirchner o Correa, tras las rejas o a punto de trasponerlas.
Todavía hay entre la cúpula quienes persisten en presentar cifras de logros sociales como evidencia de la gran transformación que ha vivido Venezuela bajo su mando o, mejor, su yugo, cuando la verdad es que lo que no ha desaparecido durante este 20 años de ejercicio del poder está sucumbiendo en medio de la precariedad y la incertidumbre, marco general en que “el proceso” ha colocado a Venezuela toda.
Aquella desoída advertencia de Teodoro Petkoff de que Chávez iba a resultar la más colosal estafa política de la historia de Venezuela finalmente ha quedado corta. Es difícil conseguir en el continente u otras latitudes farsa y fracaso tan monumentales y profundos. El resultado final ha sido la destrucción de Venezuela a niveles inimaginables.
Sin embargo, y a pesar de que el repudio hacia Maduro y su entorno ya toca niveles de casi el 90% de la población, permanecen en el poder, atrincherados en el control de las instituciones que a lo largo de los años fueron envileciendo como parte del plan deliberado para perpetuarse como amos de la República y de la vida y bienes de todos los venezolanos. Es precisamente ese control lo que resta de ello es que les ha permitido superar los eventos del 30 de abril.
La represión es el último recurso de la secta política que obstinadamente le ha cerrado toda salida pacífica (desconocimiento de la AN, bloqueo del referéndum, inhabilitaciones políticas) a la gran crisis nacional. Ahora mismo está en proceso una nueva arremetida que ha llevado a la cárcel nada menos que al primer vicepresidente de la Asamblea Nacional, a refugiarse en embajadas a tres diputados reconocidos por su combativa conducta opositora, y ha obligado a pasar a la clandestinidad a otros destacados miembros de la AN y del liderazgo opositor. En total el número de parlamentarios perseguidos por esta u otra razón suma 67 en los últimos tiempos.
Obviamente, esa escalada represiva tiene como objetivo final a Juan Guaidó, quien con su actuación desde el 5 de enero de este año rescató a la oposición venezolana del estado de desconcierto y postración en la que se encontraba. El cerco sobre Guaidó se ha ido estrechando, lo cual no quiere decir que su destino final sea la cárcel, sino otro peor: que diezmada la Asamblea Nacional, intimidados los sectores sociales que lo apoyan, cercenadas su operatividad logística, se vea cada vez más limitado en su accionar político y eventualmente menguado su apoyo popular.
Ver a Guaidó convertido en vox clamantis en el desierto sería para la dictadura un logro mayor e infinitamente menos costoso que reducirlo a prisión, aunque nunca lo descartará. Los episodios del 30 de abril demostraron que la crisis ha permeado al sector militar, no todavía de manera decisiva, pero ese proceso interno continuará mientras persista la profunda debacle en la que están sumidos los venezolanos.
Maduro apela a su último bastión: su fuerza represiva, intimidadora. Guaidó tiene como retos fundamentales mantener a la oposición activa y movilizada y evitar el desmantelamiento de la AN. El reto es, en todo caso, conjunto porque sin la correspondencia masiva del pueblo a sus llamados, como lo ha hecho hasta ahora, nada será posible.
Derrotar el miedo en fundamental en esta hora. Vencer esa barrera invisible, la propia, pero ayudar a quebrar la que resta todavía en sectores que vivieron la ilusión chavista y ya entendieron que seguir sacrificando al país hasta verlo convertido en un manto de cenizas sólo tiene sentido para la desquiciada y corrupta secta criolla y para las sanguijuelas cubanas a las que antipatrióticamente permanecen subordinados.