Desahucio, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Perdóname, Mario, pero ya nadie parece acordarse de ti. Así que conviene que no te pongas en plan de reclamar un sitio en este mundo que tan rápidamente te ha sido negado. Te lo advierto porque esta madrugada aprovechaste que yo había caído en profundo sueño y te colaste en mitad de mi relato onírico donde no se te había asignado protagonismo alguno para preguntarme qué había pasado con tus libros. ¿Cómo decírtelo? Mario, estás muerto.
Uno entiende que, por lo general, es el espíritu el que tras desaparecer de pronto suele volver y es en ocasiones llega a ser contemplado por los vivos pero conviene que alguien deba subrayarlo. Si no lo sabes todavía y andas por ahí, vagando a ciegas por las habitaciones de tus afectos, permíteme informarte que hace cinco años abandonaste este mundo, justo cuando más aquilatábamos tu talento y esa facilidad tuya para crear que yo envidié porque te levantabas con unas ansias irrefrenable de escribir en aras de cosechar el éxito que tus libros han espigado en las ventas de Amazon.
Si no recuerdas esa parte, déjame explicártelo de nuevo. La soledad y la desconfianza, dos malas consejeras de gente que llega a tu edad, se instalaron un buen día en tu casa, montaron su tinglado en tu habitación y acabaron durmiendo a los lados de tu amplia cama. Pero cuando enfermaste ni esa soledad ni la desconfianza supieron cómo reaccionar. Pienso que ni siquiera se les ocurrió pedir auxilio a los vecinos o llamar a los bomberos. Como las desgracias no llegan solas fue entonces, en ese momento de la angustia y la evidente debilidad cuando tus fuerzas físicas y tu lucidez empezaron a desertar.
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Justo en ese instante llegaron ellas, esos fantasmas que jugaron a ser amigas incondicionales e hicieron de ti el blanco de un plan que al parecer desde hacía tiempo habían maquinado. Tony, el puertorriqueño del 112, ese mocetón de frente mezquina y voz de intérprete de boleros, especula que te daban en la sopa o la carne rellena y arroz, que tanto te gustaba, contenía una pequeña porción de las ambiciones que ellas venían cocinando desde aquella tarde de febrero cuando se convirtieron en tus confidentes.
¿No pensaste por un instante en el modo tan fácil como ganaron tu amistad y acabaron convirtiéndose para ti en amigas imprescindibles? No entiendo que no hayas tenido una pizca de suspicacia, el mismo recelo que le imponía al rigor de tus investigaciones para escribir tus novelas históricas que ahora se venden y potencian tu talento.
Fíjate, tú, tan desconfiado que eras hasta de tu propia sombra porque es verdad que la primera norma de supervivencia en Nueva York es sonreír y no involucrarse en las vidas ajenas pero la verdadera, la regla de oro, es la de no fiarse de nadie, y tu, permítame que te lo diga, Mario, con cierta compasión, porque no estás ahora en posición de defenderte, caíste como un niño en la celada.
Mira el calendario y date cuenta que en cuestión de meses enfermaste, o al menos eso creíste sentir cuando te levantaste aquel sábado y te fallaron las piernas para bajar las escaleras. Luego, en dos semanas despertaste postrado en la cama del hospital y en dos días pasaste de la gravedad de una rara enfermedad, de la que aún los médicos no tenían el diagnóstico exacto, a la agonía. Días después me informaron que habías fallecido.
Hace dos semanas me topé con tu vecino puertorriqueño –no sé cómo hizo para dar con mi correo electrónico– para confiarme que los fantasmas pusieron en venta tu apartamento. Informaron a la junta de condominio del edificio que habías fallecido y que les dejaste en herencia tu inmueble en un impresionante arrebato de lucidez y cómo expresión de tu última voluntad.
Por eso es que tu vecino, el puertorriqueño, ha estado contándome que ordenaron a dos empleados de la inmobiliaria para que desalojaran los muchos libros y las tantas carpetas que acumulaste durante años y que todo eso fuera a dar al contenedor antes que pasara en la noche el camión de la basura. Porque un apartamento así, Mario, muy amplio, hermoso y bien ubicado como el tuyo, tomado por revistas viejas y objetos sin valor, no atraerá a los posibles compradores y a los fantasmas les apremiaba la urgencia de cerrar el negocio.
Tenía que decírtelo y no hallaba la manera de abordarlo, amigo, pero ya que esta madrugada te introdujiste repentinamente en mis sueños y de manera inoportuna –por cierto, en mi viaje onírico yo estaba a punto de besar una chica– me preguntaste qué pasó con tus cosas, debo hablarte con la mayor franqueza.
Ni aún como un espíritu que vaga entre los recuerdos de quienes te apreciamos tienes derecho a ingresar a tu casa. Han cambiado la cerradura.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España