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Desde la novena isla: a mis afectos canarios, por Humberto Villasmil Prieto



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Opinión TalCual | diciembre 31, 2022

Twitter: @hvmcbo57


Aquella vela que en la luz se apoya,

cansada de islas,

una goleta batiendo el Mar Caribe.

Derek Walcott, Uvas de Playa.

A Don Manuel Álvarez de la Rosa, de su discípulo venezolano.

Termina este año pleno de sobresaltos e incertidumbres y es este tiempo propicio para aplacar las nostalgias y para poner en orden, en lo posible, no solo los recuerdos sino, sobre todo, las deudas de gratitud.

Escribo desde la Isla de Margarita y mirando el Caribe, como desde hacía mucho la lejanía del país no me lo permitía, viajé imaginariamente hasta el último destino de ese Mar de las lentejas y del barroco: el archipiélago canario.

A mis amigos de tantas partes les he dicho muchas veces, con orgullo nada disimulado, que vengo de la novena isla del archipiélago, que la canaridad es parte de nuestro modo de ser y que sin ella no podríamos sencillamente ser entendidos: el acento -al final, la verdadera lengua- la gestualidad o nuestra gastronomía darían fe de ello con creces. Pero, sobre todo, y como dijera Antonio Benítez Rojo, el Ser caribeño “se mueve de cierta manera”, imposible de describir pero que consigue “conjurar el Apocalipsis, hacernos desear que, a pesar de toda la adversidad, la vida continúe” (Mareia Quintero Rivera).

Con todo, pocas veces tuve ocasión de explicarles a mis amigos desperdigados por el mundo algunas claves de esa relación, al menos, las que a mi más me influyeron.

La Venezuela contemporánea que salió de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958 tuvo dos presidentes de ascendencia canaria: Rómulo Betancourt y Rafael Caldera. Pero esa saga viene desde el precursor, Francisco de Miranda, cuyo nombre consta en el Arco de Triunfo de Paris y quien presidiera nuestra muy efímera primera república, y de Andrés Bello, héroe civil de Chile y fundador de su primera Universidad, el maestro del niño Simón Bolívar.

Bello nació en Caracas en 1781 en el seno de una familia de ascendencia canaria, los bisabuelos de Don Andrés y una abuela suya emigrados a Venezuela eran originarios de Tenerife; incluso, Juan Pedro López, uno de sus abuelos, es considerado como uno de los pintores coloniales más importantes de Venezuela.

En mi primer viaje a Tenerife, hace casi ya 25 años, por mor de la mano generosa y siempre consecuente de Don Manuel Álvarez De la Rosa, catedrático emérito de la Universidad de la Laguna, la profesora Margarita Ramos Quintana, catedrática de esa misma casa, me llevó a La Orotava, el pueblo tinerfeño donde nació Don Luis “El Canario” -el padre del Presidente Rómulo Betancourt- quien había emigrado a Venezuela a finales del Siglo XIX.

Don Luis se casó con Virginia Bello, la madre del presidente, venezolana de ascendencia canaria, igualmente.

Me tocó llegar a pie aquella tarde tinerfeña inolvidable a las inmediaciones del municipio y preguntar sobre la ubicación de una modesta plaza que recuerda a Don Rómulo. En esas, y un tanto extraviado, me topé con un vecino sentado en la acera quien por cierto se deleitaba con un habano en la boca que me pareció enorme y que, recuerdo, hacía bailar entre sus labios con destreza de equilibrista. Ante mi pregunta dirigida a ubicar la plaza me respondió enseguida: “en la esquina está Don Rómulo a quien, por cierto -quiso aclarar- se le cayó la cachimba”.

Ciertamente, al menos aquella tarde, la mano derecha del busto del presidente, sito al medio de la plaza, estaba como suspendida en el aire: la infaltable pipa a la que el imaginario popular llegó a atribuir poderes mágicos -decía la gente de a pie que un negro brujo de Barlovento le había transmitido atributos sobrenaturales- se había caído.

El presidente Betancourt nació en Pacairigua, un humilde pueblo donde su padre se asentó para trabajar la tierra. El pueblo no tenía escuela y, así, Don Luis y otros “principales” del lugar tuvieron la idea de contratar a un maestro que fuera desde Caracas a enseñarle las primeras letras a Romulito y a otros niños vecinos.
La capital no quedaba demasiado lejos de aquel pueblo del Estado Miranda, pero en este país que nunca tuvo una red de ferrocarriles que pareciera tal, el viaje a lomo de mula y caballo era largo y fatigante.

Lea también: Cómo detener el deterioro de las democracias, por Fernando Barrientos del Monte

El recuerdo de aquella tarde en La Orotava que llevo conmigo ha pervivido sobre todo por lo que en apenas un instante y sin pretenderlo un hombre sencillo me hizo entender sobre mi propio gentilicio. Permitirme comprender con pocas palabras, y sobre todo con un gesto, que aquella tarde estaba en realidad frente al Mar de las Antillas, cuyas islas -ordenadas como un rosario desde Gran Caimán hasta Trinidad- en verdad terminaban en aquel archipiélago entrañable.

Decía Guillermo Cabrera Infante que “la Historia, es decir el tiempo, pasarán, pero quedará siempre la geografía, que es nuestra identidad”. Esa localización que desata todo lo demás; un modo de ser y, lo que todo envuelve, una cultura que por fin nos asigna un sentido de pertenencia. Lo constaté muchas veces mirando al Caribe bañar las costas de muchas partes, pero, de un modo especial y más de una vez para mi dicha, en esas Islas queridas del Archipiélago Canario.

Porque el Caribe llega hasta allá; porque ese archipiélago que más aún es un “meta archipiélago”, que por ello no tiene centro ni finitud, como dijera Benítez Rojo; ese Caribe que al final más que un mar es un sentimiento, termina en esas islas que Don Manolo me regaló un día ya lejano en que cambió mi vida para siempre.

Humberto Villasmil Prieto es Abogado laboralista venezolano, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

 

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