Después del 9, por Simón García
En las elecciones municipales se impondrá la abstención, no como ofensiva democrática sino como pasiva decepción. La oposición no llamará a traducir en votos la evidente superioridad del rechazo al gobierno. La identificación partidista volverá a encogerse y amellarse la credibilidad de los líderes. Los derrotados, tras los candidatos abandonados de apoyo, serán los que aplazan rectificaciones.
No reprocho a los electores que no votan. Acatar una directriz colectiva, si siguen a los partidos, tiene la coherencia del acto disciplinado. Si actúan por conciencia o la convicción de enfrentar al régimen, sólo habría que examinar su eficacia.
Menos criticables son los que persisten en ejercer el voto y aguantan, con consistencia democrática, los ataques de compañeros de batalla que los llenan de acusaciones. Profeso admiración por esa minoría.
Es la defensa de la democracia la que pierde cuando algunos dirigentes convierten en dogma un falso principio: el régimen restringe o niega el voto libre, en consecuencia, no debe usarse el voto. El delirio extremista ha llevado esta paradoja a su absurdo: el voto vale en democracia y es colaboracionismo en dictadura.
Pero, las lecciones de las sucesivas abstenciones son otras. La primera es que, el sufragismo o el antisufragismo a ciegas, sin marco estratégico, conducen a la misma nada. Pero entre ambas desviaciones, la que más debilita es la del vacío. Es omitiva, cede un derecho, entrega espacios y agazapa su hostilidad hacia las elecciones y el parlamento en intolerancia destructiva hacia los que votan.
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El nuevo triunfo de la abstención añade una derrota a la oposición. Un traspié en términos de asignación de cargos, de presencia institucional, de ocupación de espacios de lucha, de saldos organizativos, de fortalecimiento de la cultura democrática y debilitamiento del autoritarismo.
Es hora de persuadirnos de que no hay que abandonar ninguno de los tableros y que las opciones frente a esta hegemonía autoritaria tiene, entre sus premisas iniciales: 1. Desplegarse como defensa y conquista de todo derecho negado o restringido por el régimen, incluido el de votar, 2. No habrá cambio si no se logra la mayor unidad posible del campo alternativo y el fraccionamiento del bloque de poder dominante, incluida la posibilidad de acuerdo con sectores de él.
Desde estas premisas hay que abordar dos fechas del calendario, el 5 y el 10 de enero. El desafío es simple: ponerle fin a la ráfaga de errores en las que ha incurrido la dirección histórica. Liberar la política de la ficción extremista, del moralismo y la separación de la gente.
El 5, respetar el acuerdo unitario establecido. El 10, ratificar el desconocimiento a Maduro y presentar, desde la Asamblea Nacional, una solución política al conflicto que destruye al país.
El 10 debe ser el comienzo de la reorientación de la oposición, del impulso al encuentro amplio con las exigencias sociales de cambio y el inicio de un entendimiento para institucionalizar al Estado y acordar un plan para enfrentar la corrupción, la hiperinflación y la recuperación de la producción.
Una dirección que tiene tras de sí un enorme éxito y suma figuras valiosas, después de tres años erráticos, debe levantar una ruta clara. No el espejismo recalentado de un gobierno en el exilio.