Destino, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
“¿Y qué pasó con el toyotica azul, padrino?”, preguntó con el tono resbaladizo de su voz de quien amaneció drogado. Tú sabes, las palabras se les amontonan en la garganta hasta que salen, con lentitud y sin orden gramatical. “Me lo robaron, chamo”, le dije mientras hurgaba en la cartera los billetes que le iba a regalar, apelando a mi regla de darle menos de lo que él me pedía siempre con la excusa de que no era para comprar perico sino “para rematar un caballo”, cuando yo sabía que buscaba dinero para prolongar su ruindad. Igual me abrazaba, me pedía la bendición, padrino, cada sábado cuando visitaba a mi mamá. “Me lo robó un pajúo, un tipo que ya se ha llevado dos carros del estacionamiento del edificio”, le contesté poniéndole mi mejor cara de víctima y luego le relaté que el descarado le aseguró al vigilante que no sabía que yo había cambiado el Festiva por el Toyota. Entonces, sin aguardar a que yo terminara la frase y tomando los billetes con rabia Yorvis –le decían a cabeza de bombillo– protestó, como si para él fuese un insulto: “¿Quéee y usted lo conoce, padrino?” Le dije que sí… un tipo que no vivía en el edificio sino que iba a visitar a la jeva. “Pero… coño… ¿y usted no lo entrompó?”, preguntó mi ahijado con gesto de asombro. Fue cuando le expliqué que soy un hombre de paz y le recité todas esas monsergas de los años sesenta a las que acudimos para evitar peleas que no deseamos perder. No quiso oír más. “Está bien, déjemelo a mí… dígame el día y la hora en que ese guevón está por allá y yo voy con un pana, y usted lo que tiene que hacer es señalármelo de lejos”.
Sabía por dónde venía, de modo que, igual, le pregunté qué vas hacer y el chamo malandreando con genuina ira “Nada, padrino, usted, tranquilo… me dice el día y la hora en que ese bicho está allá y me lo va a señalar, que yo voy con un pana, y lo quiebro… ¿ves? y se acabó Cuba”.
Me costó disuadirlo de que con esa acción no iba a recuperar mi carro, pero él se alejó. Al siguiente sábado cuando volví a visitar a mamá le dije que su plan no era buena idea, porque esas acciones siempre terminan mal, pero él insistió que ese tipo le había ofendido su honor y que, tranquilo, que cuando yo hago eso, todo sale limpio, perfecto.
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Ya casi me había olvidado del tema cuando, sin avisar, Yorvis se apareció un mediodía con el pana que me prometió. Ambos estaban empistolados y drogados, tocaron el intercomunicador y cuando bajé me rogó que le dijera si el tipo pasaría ahora mismo. Volví abrir la cartera y le di otros billetes porque se habían quedado sin plata para el pasaje de regreso. Insistí en que dejaran eso así y no sé si lo convencí, pero me pidió la bendición, lo abracé con el cariño de su papá ya muerto que él proyectaba en mí. A ambos les agradecí el gesto de solidaridad. Volví al edificio, me detuve en las escaleras detrás de las rejas y al voltear vi que justamente salía de la farmacia el ladrón de mi Toyota azul.
A veces pienso en lo fácil que hubiese sido gritar “¡Bombillo!” y señalarlo, luego cerraría los ojos, escucharía una o dos detonaciones y subiría en el ascensor a mi casa, como si nada hubiera ocurrido. No lo hice, me felicité por ello y hasta olvidé lo del carro.
Meses después me encontré con Richard en el metro, en la estación La Paz. Le pregunto por todo y, por no dejar, indago cómo se está portando Yorvis. Me mira y tras una pausa, contesta con otra pregunta “¿No sabes? Al Bombillo lo mataron de un disparo en la cabeza en una pelea por drogas”. Según la descripción que me dio Richard, a mi ahijado lo había matado el mismo chamo que le acompañó aquel mediodía cuando tocó el intercomunicador y me dijo que bajara.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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