Detener el tiempo, por Carolina Gómez-Ávila
Este coronavirus, el que trastornó nuestras vidas, es nuevo; pero la antipolítica que nos la ha trastornado por décadas, no. Esa tiene experiencia y sabe aprovecharse de las oportunidades; la mejor es aquella que haga que usted decida a partir de emociones primarias, preferiblemente el miedo o la ira.
En los medios se aprende mucho de esto; en cierta forma es un arte inducir emociones sin que el receptor se dé cuenta. Se pone mucho en práctica en la publicidad y más aún en la propaganda. Se hace contando historias de manera tal que usted se sumerja en esta o aquella emoción sin previo aviso y sin oponer resistencia.
El método que lo logró en menor tiempo y con mayor ahorro de recursos fue el amarillismo, que nadie debería creer que está en la prehistoria de la desinformación porque convive con ella, inadvertido.
Terminaba el siglo XIX cuando Richard Outcoult creó un personaje que protagonizó la tira cómica “The Yellow Kid”, que se publicaba en The New York World (propiedad de Pulitzer) y en The New York Journal (de Hearst).
Se trataba de un niño marginado en cuyo camisón (amarillo, como habrá inferido) garabateaba mensajes de crítica social y duras reflexiones propias de un adulto formado en la adversidad.
Hay que añadir que el entorno periodístico era de descarnada competencia, no sólo en las ventas sino en la falta de escrúpulos. En ese terreno parece que Hearst aventajaba un poco a Pulitzer. El asunto es que ambos se decantaron por el sensacionalismo, que es la tendencia a producir exaltaciones de ánimo a través de las noticias.
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Y si lo que se reseñaba no cumplía el objetivo por sí mismo, siempre quedaba destacar lo más llamativo aunque fuera secundario, porque el fin era provocar asombro o escándalo. Para completar el cuadro, la tinta amarilla era un invento reciente en una industria que aún no conocía de fijadores ni secantes, así que manchaba todas las páginas de los tabloides y de ahí tomó nombre el estilo con todo lo que lo dicho implica.
El amarillismo no se quedó en el papel, supo adaptarse a todos los medios y es el germen de nuestros desasosiegos porque pronto se descubrió el poder político que supone influir en los niveles de ira y miedo de los demás (o sea, manipularlo) y se convirtió en prioridad de quienes aspiran al poder.
Le cuento todo esto sólo para recordarle que aunque ya tenemos duelos que lamentar y aunque aún no estemos en el escenario de horror que otras naciones han visto, la antipolítica ya está abocada a capitalizar la ira y el miedo que usted pueda sentir por la pandemia. Lo hace con amarillismo.
Caminamos descalzos en un gran bar en el que ninguna botella sobrevivió a la trifulca. A diario nos dicen quién tiene la culpa y a diario nos ofrecen interpretaciones para que usted rechace más a estos que a aquellos. No se engañe, ninguno pretende su simpatía pero todos intentan que el de enfrente le resulte más detestable o que le inspire más miedo.
Eso se logra llorando por la catástrofe humanitaria. Su arma es “la tragedia del pueblo” (aunque en algunos casos les conviene decir que es “de la ciudadanía”) porque nadie escapa a ella y por ella tomamos decisiones políticas.
Tenga presente que mientras más profundo es el lamento, mientras más empáticos y solidarios le parezcan, mayor es el riesgo de que le contagien de este virus antipolítico según el cual es posible “posponer” la lucha por el poder, que es algo así como decirle que es posible detener el paso del tiempo.
La verdad es que si una de las partes en pugna accediera a posponer sus aspiraciones (ninguna lo hará por esto mismo), la otra la canibalizaría de un zarpazo.
El panorama es horrible, en efecto. Pero nada se detiene porque aunque muchos de nosotros podríamos desaparecer, la raza humana sobrevivirá en número suficiente para que queden intactos los instintos de dominar y de resistirse a ser dominados.
Esa lucha por el poder, como siempre, se resolverá a través de la guerra si escogen la violencia, o de la política si escogen la paz. Como ve, no hay manera de detener el tiempo.