Dile a tu nuevo querer, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Es la verdad. No recuerdo bien los hechos, así del modo como usted me lo pregunta, señor comisario. Pero si yo cierro los ojos un instante me veo en la cocina, acariciando con el dedo índice —mientras troceo la pechuga de pollo— la hoja filosa del cuchillo y desde un rincón de la sala Celia Cruz me machaca con aquello de «me cuida, le cuido, me besa, le beso… compartimos nuestro cariño…». Creo que mandé apagar la música, y no se sabe por qué afloró esa idea que se me atravesó de poner fin a tanto odio y a mi dolor. ¿Parece una telenovela, verdad? No sé si fue casualidad, pero ese jueves se cumplían cuatro meses desde que supe por boca del mismo José Ramón que Rubí era su amante. Sí, la gordita pelirroja esa de la peluquería; la misma que sube a las cinco de la tarde por la acera con ese sarcasmo en la mirada, no sé si porque se siente una creída o para burlarse de mí porque me arrebató al hombre con quien tuve una niña y dos varones en 19 años de unión conyugal. “Bueno, ya que lo sabes será mejor que dejemos esto aquí… me voy a vivir con ella, y espero que lo entiendas… ya hablaré con los muchachos, si hacen falta mejores explicaciones”.
Esas fueron las últimas palabras de José Ramón Cárdenas en esa casa que construyó y a la que nunca más volvería a traspasar el umbral. Rafael, José Ramón y Amalia oyeron, cada uno a escondidas, e interpretaron cada uno a partir de sus afectos ocultos el drama familiar que se les venía encima.
No hubo despedida de papá. Ellos tampoco la exigieron. Lo que se sabe es que a partir de entonces la negra Olga desbordó todo el cauce de su ira en los discos de la Sonora Matancera, sin importarle que los vecinos se quejaran. «Ahí está, otra vez la negra Olga alborotando el barrio con esa música», protestaban y cerraban las ventanas hasta que retumbaran. Ignoraban que Olga sobrellevaba en solitario la pena más dolorosa y que su corazón permanecía nublado por la melancolía. Pero afuera, en la calle, mientras jugábamos a la pelotica de goma o nos juntábamos en la escalera del bloque para burlarnos de la gente que pasaba, la vida fluía al compás de las voces de Leo Marini o de Daniel Santos.
Sintiéndose miserable en las noches, Olga procuraba afirmarse de algún modo en esa sustancia fugitiva que es el tiempo. Las horas para ella transcurrían con la música a todo volumen y una botella de ron que se vaciaba hasta que se quedaba dormida en el sofá y uno de los muchachos la cargaba y la llevaba a la cama. Ahora, cuando apreciamos cómo el recuerdo logra vendar las llagas más dolorosas, Amalia se atreve a contarnos la verdad. “La policía culpó a mamá, pero debieron soltarla porque no hay pruebas contra ella”, lo dice mientras deja fluir despacio el recorrido de esos días. “Ese domingo me levanté temprano, tomé el cuchillo más filoso de la cocina y esperé a que subiera a la camioneta. Abrió la puerta, se sentó, encendió la radio. El encendido del motor y el ruido de la calle me favorecieron para pasárselo por la garganta”.
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En realidad, Amalia tampoco recuerda qué hizo antes de que transcurriera todo, pero sí del después. «Papá tenía la camisa blanca ensangrentada, y yo el rostro bañado en sudor… y así salí del carro, era muy de temprano para que alguien lo notara… entré a la casa y mamá preguntó ¿has visto el cuchillo con el que pico la carne?… sí, lo dejé en el cuarto porque estaba cortando una caja de cartón». Amalia entró a su habitación, lo limpió con una vieja franela y se lo entregó. La negra Olga le dijo ponme una canción ahí, mijita, que no puedo cocinar sin música. Entonces Amalia fue directo al tocadisco, colocó el disco de Celia Cruz con la canción preferida, y bastó con que oyera la primera estrofa para quebrarse y echarse a llorar. En alguna parte alguien leyó que el despecho es un sentimiento cien veces más destructivo que el amor.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España