¿Dinero o poder?, por Gisela Ortega
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En el mundo actual, solo hay un oficio favorecido con poder social –la política- y sólo existe una fuerza que a su propia eficacia añada la que, espontáneamente, surge de la sociedad: el dinero, de allí la sed de oro y de poder, que ha vuelto sedientos a muchos y que tantos intentan satisfacer.
Y nuestro cosmos se nos aparece, como un ámbito de posibilidades prácticamente ilimitadas donde casi nada es imposible; todo es permitido, se tolera, nada se castiga, donde el hombre encuentra una licencia vital establecida y admitida; como consecuencia se ambiciona todo y se trata de lograrlo a cualquier precio y de cualquier manera.
El ser humano es un insatisfecho y esto le lleva a desear y obtener lo que nunca tuvo y otros tienen; a llegar a ser lo que jamás ha sido y otros son, a aspirar a ser alguien y tener más. Ante este panorama, cabe preguntarse qué mueve a unos hombres a ser corruptos.
El término corrupción generalmente indica el mal uso por parte de un funcionario de su autoridad y los derechos que se le confían, así como la potestad relacionada con este estado oficial, oportunidades, conexiones para beneficio personal, contrario a la ley y los principios morales.
La corrupción y los corruptos no son ningún fenómeno nuevo, ha acompañado al hombre como su sombra desde épocas remotas, y está presente en todos los estratos sociales.
De acuerdo a historiadores e investigadores, como: Carlo Alberto Brioschi, Sabino Pérez Yébenes, Gonzalo Bravo, Bertolt Brecht, Antonio Argandoña, Mateo Alemán, Alfredo Alvar, Julián Santa María y Jorge F. Malem –que han estudiado y escrito sobre el tema de la corrupción-, es un tema difícil y se cree se remonta al reinado de Ramsés IX, 1.100 a.c. Peser, antiguo funcionario del faraón, denunció en un documento los negocios sucios de otro empleado que se había asociado con una banda de profanadores de tumbas. Entre los griegos, en el año 324 a.C. el tesorero de Alejandro acuso a Demóstenes de haberse apoderado de una suma de dinero depositada en la Acrópolis, fue condenado y tuvo que huir.
En la antigua Roma había una doble moral: se diferenciaba claramente la esfera pública de la privada. Desviar los recursos públicos era una práctica reprobable, pero en los negocios particulares se hacía la vista gorda. La crónica de la época fue testigo de varios escándalos. Cicerón reconocía que: “Quienes compran la elección a un cargo se afanan por desempeñar ese cargo de manera que pueda colmar el vacío de su patrimonio”. El caso más célebre es el de Verres, gobernador en Sicilia. A él le imputaron extorsiones, vejaciones e intimidaciones, con daños estimados, para la época, en 40 millones de sestercios. Catón, el censor, sufrió hasta 44 procesos por corrupción. El general Escipión hizo quemar pruebas que acusaban a su hermano Lucio sobre una estafa perpetrada a daños del imperio: fue condenado al destierro. En Roma se llevaron a cabo irregularidades que recuerdan mucho a las de hoy: por ejemplo, el teatro de Nicea, en Bitinia, costó diez millones de sestercios, pero tenía grietas y su reparación suponía más gastos, con lo que Plinio sugirió que era más conveniente destruirlo.
En la Edad Media, la llegada de la religión católica impuso un cambio de moral importante. Robar pasó a ser un pecado, pero al mismo tiempo con la confesión era posible hacer tabula rasa, lo que desencadenó una larga serie de abusos. “El cristianismo, predicando el espíritu de sacrificio y la renuncia a toda vanidad, introduce en su lugar la pereza, la miseria, la negligencia; en pocas palabras, la destrucción de las artes”, escribió Diderot en su Enciclopedia. Fue el auge de los señores feudales un caldo de cultivo para prácticas vejatorias. “Hubo un tiempo en que no quedaba otro remedio. Sabías que esto funcionaba así y que había que contar con ello».
Felipe II, rey de Francia en el siglo XIII, imponía feroces impuestos a sus súbditos y les obligaba a fuertes donaciones, que no eran otra cosa que ingresos que iban a sus arcas privadas.
Durante el papado de los Borgia: pocas personas a lo largo de la historia fueron capaces de concentrar tanta amoralidad. Pero en esa época la corrupción parecía un mal menor. Como describió aquellos años Maquiavelo, “que el príncipe no se preocupe de incurrir en la infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado”.
Cuando Cristóbal Colón se lanza a la conquista de América, no puede hacer otra cosa que exclamar: “El oro, cual cosa maravillosa, quienquiera que lo posea es dueño de conseguir todo lo que desee. Con él, hasta las ánimas pueden subir al cielo”.
La Revolución Francesa, con la llegada de Robespierre, conocido como el Incorruptible, trajo un aire fresco que duró muy poco. Incluso el jacobino Saint-Just se vio obligado a reconocer que “nadie puede gobernar sin culpas”. Napoleón solía decir a sus ministros que les estaba concedido robar un poco, siempre que se administrasen con eficiencia. Pero, sin lugar a dudas, el más corrupto de todos fue el obispo y político Talleyrand. El emperador francés decía de él que era “el hombre que más ha robado en el mundo”. Es un hombre de talento, pero el único modo de obtener algo de él es pagándolo”.
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La aparición del capitalismo y de la revolución industrial aumentó las relaciones comerciales y, al mismo tiempo, las prácticas ilegales. Adam Smith, el máximo teórico del liberalismo, tuvo que admitir que “el vulgarmente llamado estadista o político es un sujeto cuyas decisiones están condicionadas por intereses personales».
En este periodo, se suponía que la aparición de una nueva clase social al poder podía traer mayor transparencia y evitar los abusos anteriores, perpetrados por la nobleza. Porque, digan lo que se digan, el hecho de ser ricos no les había impedido a las élites, a lo largo de los siglos anteriores, robar (o comprar cargos y títulos). Pero la realidad es que tampoco la burguesía iluminada pudo evitar caer en la tentación de usar la política para su enriquecimiento personal.
En el siglo XX, la llegada de los totalitarismos no hizo otra cosa que reforzar las prácticas delictivas de los gobernantes. Con el fascismo y el socialismo la corrupción entra a formar parte del funcionamiento del Estado. Pero incluso los estados demócratas, ocupados en sus políticas coloniales, no se libraban de estas acusaciones. Cecil Rhodes, -1853-1902, magnate minero y político, el saqueador de África para los británicos, tenía una máxima siniestra y muy reveladora sobre la política colonial: “Cada uno tiene su precio”.
En la actualidad, con la consolidación del Estado de Derecho, se supone que el fenómeno debería estar bajo control, gracias a una mayor transparencia. Y que, por lo menos, la corrupción debería ser mal vista y tener cierta reprobación social. Pero es imposible no acordarse de una frase inquietante del antiguo presidente francés François Mitterrand: “Es cierto, Richelieu, Mazarino y Talleyrand se apoderaron del botín. Pero, hoy en día, ¿Quién se acuerda de ello?”.
Según el ranking de la consultora Transparency International, existen países con poca corrupción, en particular los escandinavos. Esto se debería a la influencia de la ética luterana, que no prevé la confesión de los pecados para lograr la absolución. Y también a que estas sociedades, de corte socialdemócrata, son relativamente homogéneas. Sus ciudadanos se sienten iguales y no toleran que alguien saque ventajas de forma ilegal. Asimismo, por su alto nivel de contratación colectiva, que hace que los trabajadores se sientan protegidos y no duden en denunciar prácticas ilegales. Pero, lamentablemente, se trata de una excepción. Como dijo, el pensador, teólogo, y político inglés, Tomás Moro: “Si el honor fuese rentable, todos serían honorables”.
Gisela Ortega es periodista.
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