Discurso malandro, por Teodoro Petkoff
Hace dos semanas una familia amiga (padre, madre, un hijo, un sobrino y dos amigos) fue asaltada en el Ávila, en el sendero que lleva al Hotel Humboldt, ya cerca de este. Fueron despojados de sus pertenencias, y hasta de los zapatos, por lo cual debieron descender descalzos. Pero esto ya es tan banal que no merecería un comentario de no ser por las palabras de «despedida» de los hampones: «Esto es lucha de clases. Ustedes son unos burgueses». ¿Retórica de malandros, para «ennoblecer» su operación? Podría ser, pero estas palabras tan desusadas en delincuentes («lucha de clases», «burgueses»), remiten inmediatamente al discurso de Chacumbele.
Estos atracadores tienen ya años oyendo que aquellos que adversan al presidente son «oligarcas», «ricos» y, más recientemente, «burgueses», «pitiyanquis», «apátridas», «lacayos del imperio», «traidores»; toda una larga ristra de descalificaciones genéricas, que aluden a sectores enormes de la población, a los cuales, según el discurso miserable y canallesco de Rafael Ramírez, interprete del pensamiento de Chacumbele, «odiamos»; ¿por qué, entonces, no robarlos? Si encima de esto «ser rico es malo», cómo sorprenderse, entonces, de que robarse una camioneta, realizar un secuestro express, atracar a unos pacíficos escaladores del Ávila, no empuje a algunos hampones a concebir sus acciones como parte de una suerte de mecanismo de redistribución de la riqueza.
¿No dijo el presidente, hace más años que días, en palabras imborrables, que robar por hambre podría ser comprensible? Después de eso y de lo que durante todos estos años ha venido oyendo, más de un ladrón podía sentirse un moderno Robin Hood.
No queremos decir que la escalofriante expansión de la delincuencia se debe específicamente al discurso de Chacumbele.
Ese es un fenómeno complejo, determinado por múltiples factores, desde los directamente económicos hasta los culturales, pasando por los sociales, sin dejar de mencionar la impunidad que abriga a la mayor parte de los delitos. Pero, parece ya fuera de discusión, que la creciente crueldad del delito (por ejemplo, matar un bebé, matar al que no lleva dinero cuando lo atracan) está asociada a la banalización del homicidio inducida por la televisión. Del mismo modo, un discurso político polarizador, divisionista, cargado de descalificación moral del adversario político o social, impregnado de odio, inevitablemente puede operar como catalizador de acciones violentas y/o delictivas en algunos miembros de una sociedad sometida, diaria e implacablemente, a una retórica de ese tipo.
Sería un exabrupto atribuir al Presidente la intención explícita de propiciar la expansión de la delincuencia, pero no sobra pedirle una reflexión sobre las eventuales consecuencias de su feroz discurso. No sólo porque, como dicen que alguna vez le dijo Fidel, en este país no puede haber cinco millones de oligarcas ni ricachones, lo cual hace que su discurso sea mentiroso y falsificador de la realidad, sino también por lo que tiene de tóxico para algunas mentes que pueden ver en sus palabras la coartada perfecta para sus fechorías.