¿Dónde escondiste los bitcoins?, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Todo iba de lo mejor. El viento soplaba desde la calle y recorría los pasillos del metro, de manera que, cuando abrían las puertas se perdía en el tumulto de gente lo que me parecía ideal para mi deporte favorito: observar a los demás. Estaba por cerrar el libro cuando el mensaje titiló. «No, chamo… ahora estoy en Panamá…», respondió Ricardo a mi saludo. Se le escuchaba con voz entrecortada y sin ánimo de explicar las razones que le retenían allá. Me puse los audífonos para oírle mejor. Era evidente que atravesaba por un momento turbulento. Lo delataba la narración excitada, el desorden de las frases, cierta agitación al respirar.
Hubo un instante en que me perdí debido al altercado entre un hombre y el adolescente que, impasible, había tomado asiento y en el otro colocó el bolso lo que hizo que alguien se sentara encima sin aguardar que lo retirara. El percance generó dos bandos: los que aplaudían la reacción del hombre con lo cual reprochaban la insensatez del chico; los otros, que criticaban el abuso de quien debió pedirle al joven que quitara el bolso.
«¿Me estás oyendo?», bramó Ricardo y de nuevo sentí la impaciencia de quien arde en la certeza de que se sabe irremisiblemente perdido. Lo imaginé huyendo, oculto, pensando que llegarían a descubrirle… y que saldaran cuentas con él. Pensarlo me asustó porque la distancia entre ambos me impedía salir en su auxilio.
Así que me bajé en la siguiente estación, me acomodé en un banco y le rogué que recapitulara. Me inquietaba la suerte del joven que una vez trabajó conmigo –hoy no debe pasar de los 31 años– y que ahora enviaba señales de quien estaba siendo asediado por el miedo. «Tuve que salir del país lo más rápido que pude y sin pensarlo tomé un vuelo a Panamá… Ahora estoy aquí, sin dinero y sin ropa… pidiendo ayuda a los amigos, pero nadie contesta».
Vamos despacio, Ricardo, le pedí, necesito que me expliques por qué estás en Panamá y no en tu casa con tu mujer y la niña… En fin, de cuentas ¿quién carajo querría hacerte daño a ti, una persona tranquila? Al terminar la frase me di cuenta que he pasado mucho tiempo afuera para procesar la rapidez con la que se precipitan los sucesos en mi país, pese a que me mantengo al día con las noticias y recibo anécdotas familiares y de amigos.
Recordé la frase de alguien que escribió que en la Venezuela de Maduro el destino no hace acuerdos con la lógica de los acontecimientos. Entonces intenté adherirme a su drama. Tras haber egresado de periodista en la Universidad Santa María, Ricardo hizo pasantía en la sección web hasta que aspiró a más y probó con la cobertura fotográfica de eventos sociales y videos de bodas, la fórmula ideal para rehuir al aire politizado y hostil que se respiraba entonces y, de paso, ganar lo indispensable para vivir. Entonces el socio con quien trabajaba en el negocio de las fotos le convenció adicionalmente en invertir sus ahorros en bitcon.
Chamo, tú me conoces. Yo nunca he tenido problemas con nadie. Apoyo a la oposición, pero no soy de los que van a las marchas. Llegaron esos tipos del Sebin y me voltearon la vida. Eran como doce, armados y llevaban chaquetas de ese cuerpo policial.
Lo primero que hicieron fue montarle una guerra sicológica a mi esposa que paseaba a la niña cerca del edificio; se la llevaron al apartamento, como secuestrada, y con la mala leche de que ningún vecino vio lo que sucedía.
Nadie se montó en el ascensor. En la casa la amenazaron con violarla y la interrogaron hasta hacerle llorar. Que dónde estaba yo, que a qué me dedicaba y a lo que habían venido: ¿dónde guardaba los bitcoins? A Lena le pareció absurdo que preguntaran por un dinero que todos saben es virtual. Ella dijo que si ese dinero es real nunca lo había visto. Echaron para abajo la casa, tumbaron todo y dejaron a Lena en estado de shock que debió irse directo a la casa de su mamá. Yo no me había comunicado con ella temprano, de manera que cuando llegué a casa encontré eso revuelto. Al telefonearla me relató todo.
Luego contacté al socio. Le acababa de pasar lo mismo. Peor, lo llevaban detenido en ese momento. «Los tipos quieren los bitcoins», dijo llorando. Después no supe más. Como ando siempre con el pasaporte encima, no lo pensé y me fui directo al aeropuerto. Con ayuda de un compadre de mi papá conseguí el boleto de avión. Ando con lo poco que me queda de mis ahorros depositados en un banco de Curazao. Me despedí de Lena y ella me bendijo, me aconsejó que me quedara allá porque vio en los tipos que tenían ganas de hacerme daño.
Destejiendo los hilos del drama me fui a casa pensando cómo ayudar a Ricardo. Ya hallaría la forma. Me lo dije solo para darme el ánimo que le faltaba al chamo. Lo que restó de noche la pasé llamando a periodistas amigos en Panamá y en Miami que podrían tenderle la mano. Los posteriores contactos con Ricardo no fueron nada estimulantes, dado que ya que otra conversación asomó la idea de que lo ocurrido le parecía un plan urdido por su socio o una jugada de su mujer en combinación con alguien. O ambas cosas.
Pensé que Ricardo entraba en una fase de la paranoia en la que podía admitir cualquier especulación. Es fácil perder de pronto su zona de confort y sentir que la crueldad se cierne contra uno. Al despedirse se dio ánimo: «de una cosa estoy seguro, mi pana, el Señor es mi protector y nada me pasará». Cerré los ojos y le dije que sí. Pasaron los días y no logré que me respondiera, a pesar de que dediqué dos mañanas a telefonearle. Supuse que por seguridad había cambiado de número y que en algún momento haría contacto.
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Los días transcurrieron y la preocupación por Ricardo se desvaneció en la vorágine de mis propios asuntos. Seis días después volví a tener noticias suyas. Me llamó para decirme que ya lo había pensado mejor: regresaría a Caracas. Estaba convencido de que nada le pasaría. ¿Estás seguro?, le pregunté con inocultable angustia. Razones le sobraban: al socio lo habían soltado tras hacerle una transacción de su cuenta a un mando del Sebin. «Si es eso lo que quieren les doy los bitcoins… pero no puedo seguir aquí sin dinero ni familia». Estuve a punto de respaldarle con un «bien pensado, Ricardo», pero no me salió y le desee toda la suerte que requeriría. Para contactarlo me dio el número de su esposa, y me dijo que lo llamara si él no lo hacía en el término de quince días.
Confieso que sentí alivio y que me olvidé casi del tema, apoyándome en la tesis de que en Venezuela más de un solicitado por la policía huye con suerte o se consigue con el funcionario que lo deja salir o entrar sin problemas. A punto de cumplirse unos meses de esta kafkiana situación topé en el número de su mujer y llamé. Al oír la voz de Lena sentí alivio. Con inquietud, pero aferrado al optimismo me identifiqué y le pregunté qué había pasado al fin con Ricardo. Un silencio reflexivo siguió a mis palabras. Sentí del otro lado que alguien lloraba, y cuando finalmente se llenó de valor para hablar apenas pudo decirme «Ricardo está desaparecido desde hace trece días… no sé si lo tienen preso o secuestrado». Pensé en el chamo demasiado ingenuo –tanto que estuve a punto de despedirlo el primer día de trabajo–, y ni siquiera tuve valor para preguntarle a Lena qué creía de todo esto. Mientras lo hacía pensé si estaría preparado para darle el pésame. Simplemente tranqué.
Estaba de nuevo en el metro y cuando cerraron las puertas no me hizo gracia que el viento se colara, que la gente conversara como si nada hubiera pasado. Entonces pensé en escribir esta historia que ahora mismo yo no me atrevo a juzgarla de verosímil.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España