Dos anécdotas, por Luis Manuel Esculpi
Twitter: @lmesculpi
Nuestro amigo Julio Castillo recientemente ha escrito unas crónicas tituladas: Apuntes de Otoño, donde a partir de anécdotas vividas en tiempos ya remotos, analiza distintas facetas de la realidad actual. En esta oportunidad voy a emplear el mismo método de Julio, posiblemente sin el acierto y la destreza el ex-Alcalde de Naguanagua.
Recién había cumplido los veinte años y ocho de militancia en la Juventud Comunista «La Gloriosa», así la llamábamos, cuando comenzábamos a cuestionar colectivamente una serie de mitos y leyenda que nos había acompañado durante toda nuestra adolescencia hasta casi alcanzar la mayoría de edad. Ya habíamos experimentado una dura prueba: el reconocimiento del grave error que significó la lucha armada, la severa autocrítica que nos condujo al denominado «repliegue», la confrontación con antiguos compañeros que permanecieron por un tiempo alzados en armas y el enfrentamiento con la política adelantada por Fidel Castro desde La Habana.
Soportando los epítetos y descalificativos desde revisionista, que era un agravio para los marxistas de otro tiempo, hasta traidores proferida entre otros por la figura legendaria que gobernaba en Cuba.
Ya se había iniciado el debate entre «renovadores» y «ortodoxos» en el seno del PCV, habíamos flexibilizado nuestro comportamiento político y reivindicado nuestro derecho a «pensar con cabeza propia», rechazando el comportamiento refractario frente a la crítica y las solidaridad automáticas.
Nuestra actuación era prácticamente semi-legal, estábamos a uno pocos meses de la legalización que formalizaría el Presidente electo Rafael Caldera. Aún dentro de nuestra heterodoxia, teníamos que guardar algunas formalidades porque aún pertenecíamos a esa religión cuyo equivalente al Vaticano era Moscú.
Una tarde, ya casi anocheciendo me llama a conversar Antonio José Urbina, el siempre bien recordado «Caraquita», para la época Secretario General de la JC, nos encontramos en la casa nacional ubicada en Los Rosales; después de saludarnos nos informa que llegará al país un delegado del Konsomol soviético que quiere reunirse con distintos organismos de la juventud, por supuesto entre ellos el Comité Regional Estudiantil que yo dirigía, por ser uno de los más importantes del área metropolitana.
A los pocos días realizamos la reunión con el enviado del PCUS, un personaje que dijo llamarse Ilich, tenía el aspecto con el que caracterizaban en las películas a los espías de la KGB, un hombre que aparentaba unos treinta y cinco años, rubio, muy fornido y quien con la mirada pretendía escrutar nuestras repuestas a sus interrogantes: indagó sobre el origen social de cada uno de los integrantes del regional, en apariencia toda la conversación se desarrollaba cordialmente, hasta que llegamos a discutir sobre la invasión a Checoslovaquia, donde en forma unánime rechazamos la intervención soviética para disgusto del representante del Konsomol, quien al culminar la reunión no pudo disimular su evidente disgusto.
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Otra anécdota que me ha venido a la memoria en estos días, tiene como principal protagonista a Teodoro, aún no se había anunciado la conformación del «nuevo movimiento», pero ya la ruptura con el viejo partido era un hecho: Llega el catire muy entusiasmado a la misma sede de Los Rosales, reúne a los que allí nos encontrábamos y lee un decálogo que había redactado para definir la conducta frente el antiguo partido y a los camaradas que permanecieron en el PCV.
Antes de proceder a la lectura hace una pequeña introducción:
«Recordemos que a pesar de la las profunda diferencias existentes, allí se quedan unos viejos camaradas que siempre han merecido nuestra consideración y respeto; entre ellos Gustavo Machado, Héctor Mujica, con todo y su defensa a ultranza de la URSS el propio Jesús Faría».
Entre los textos del «decálogo» recuerdo tres: No pelear por las propiedades del partido, incluso por aquellos donde poseemos la mayoría accionaria. (Ese era el caso del edificio Cantaclaro). No revelar secretos de la lucha común emprendida en el pasado. Por último y quizás el más importante, no incurrir en ningún tipo de descalificación o agresión contra quienes hasta hace muy poco fuimos protagonistas de una historia común.
Sin pretender establecer comparación alguna, en estos tiempos difíciles, he rememorado estas anécdotas a partir de tres lúcidos señalamientos, en mi opinión, hechos por un verdadero doliente, como Roberto Marrero, en una entrevista a la salida de la prisión: «Ni acompaño, ni satanizo». Refiriéndose a la intención de algunos opositores de participar en las parlamentarias.
«La política buena no es la que se sueña, ni la que se cree, es la que ocurre. Yo todavía creo en la política de Juan Guaidó, pero no me niego a otras formas de hacer política». Ojalá estos conceptos lleguen a los oídos de quienes, como siempre suele suceder en los debates políticos, pretenden ser «más papistas que el papa».
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