“Dramatis personae”, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
A mis estudiantes del tercer año de Medicina de la UCV, con quienes vengo de reflexionar sobre estas mismas cosas.
El caso de Indi Gregory, la pequeña niña británica diagnosticada con una rara enfermedad mitocondrial incompatible con la vida, pone sobre el tapete una vez más el apretado dilema ético planteado entre la continuidad de ciertos cuidados médicos complejos en enfermos terminales y su cese. Siendo yo un joven residente seguí con interés un caso en muchos aspectos similar: el de Nancy Cruzan, una joven de 25 años diagnosticada con muerte cerebral tras sufrir – más de un lustro antes, el 11 de enero de 1983- un grave traumatismo cráneo-encefálico. Durante siete años recibió medidas de soporte médico extraordinario hasta que una orden judicial ordenó el cese de las mismas
En ambas situaciones destaca la tensión entre el encarnizamiento terapéutico y la omisión del cuidado médico debido a un paciente terminal. En el caso Cruzan, dos posiciones antagónicas se enfrentaban: por un lado, la de los padres de la muchacha, en favor de la continuidad de dichas medidas; por el otro, la de su esposo, partidario de cesarlas. Conocida la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos, las medidas de soporte le fueron finalmente retiradas el 25 de junio de 1990 y Nancy Cruzan fue declarada muerta, seis meses más tarde, el 26 de diciembre.
El caso de la bebé Gregory se plantea en términos bastante similares. La criatura, recluida en un hospital inglés, se mantenía conectada a un ventilador mecánico para poder respirar. Las mitocondrias de sus músculos respiratorios –organelos esenciales en la función celular – no eran capaces de operar la compleja bioenergética que sostiene la vida, por lo que la pequeña dependía totalmente de soportes externos.
Los colegas ingleses a su cargo se plantearon entonces qué hacer: desconectarla del ventilador mecánico que le proporcionaba tal soporte acarrearía su muerte inmediata; mantenerla indefinidamente conectada muy probablemente ocasionaría lo mismo transcurrido un cierto tiempo, ello como resultado de las conocidas complicaciones propias de la prolongación indefinida de tales medidas. Continuarlas o suspenderlas: allí estaba el dilema.
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Todo dilema en medicina supone la tensión entre dos alternativas y sus respetivas cargas éticas. Dilema que se vive con angustia cuando el médico apiadado del enfermo a su cargo agota sus opciones y se ve forzado a decidirse por alguna: «¿sigo o no sigo, paro esto o lo continúo»? Quienes vivimos el ejercicio de la medicina en situaciones extremas sabemos muy bien lo que es soportar sobre nuestras espaldas el peso de tan radical emplazamiento.
Ahora abundan los comités de expertos que asesoran y editan manuales de procedimientos que, como el famoso «librito» del béisbol, ofrecen pretendidas pautas de actuación que faciliten la salida del paso: ¡menuda ingenuidad! Porque hay que estar allí, a la cabecera del enfermo, acompañando a quien asiste a la agonía de la persona a la que ama – hijo, padre, hermano, cónyuge– mientras clama al cielo por un milagro que espera que nosotros los médicos – pobres mortales como somos– hagamos.
Allí ya no hay más comités ni manuales, sino los personajes de un drama sinigual que no tiene mañana; drama profundamente humano ante el que la medicina hipertecnológica de estos tiempos infaustos no encuentra mejor salida que la apelación a la norma positiva para que sean entonces los jueces quienes decidan.
La tragedia de la pequeña Indi no paró allí. Ante la conmovedora escena médica y humana de unos padres desconsolados viendo morir a su hijita enferma, saltó la señora Meloni desde el Quirinale con una nacionalización «express» que forzara el traslado de la niña – ahora ciudadana italiana– al Bambino Gesú, hospital romano con justicia tenido entre los mejores del mundo en el tratamiento de enfermedades raras como la de Indi. Por su parte, los empelucados jueces, ingleses respondiendo con su habitual soberbia y desatendiendo la solicitud italiana, ordenaron el cese de las medidas de soporte instauradas sobre la infortunada bebé.
Así las cosas, los personajes de este singular drama humano – el paciente, sus padres y sus médicos- quedaron atrapados entre la «practicidad» de la Common Law y los inocultables afanes protagónicos de la señora Meloni, empeñada en ejercer de nueva Santa Clara ante los sarracenos sin más luces que las de un neotrumpismo fascistón. ¿No ha podido la culta Europa concertar a los médicos de la Gran Bretaña e Italia – ambos países de tradiciones médicas magníficas– para considerar las opciones terapéuticas que pudo haber en este caso o, en su defecto, para diseñar un dispositivo ad hoc de cuidados paliativos a la altura de la situación? Nada de eso estaba en el interés de nadie.
Eso sí: sobraron los jueces y los primeros ministros – hasta el señor Sunak opinó– tanto como faltaron, por el contrario, carácter y sentido de la caridad entre los que pudieron hacer alguna diferencia en este caso, todo ello en medio de la marcada soberbia de las instituciones concernidas y de la indiferencia general ante el dolor de una familia puesta en el doloroso trance de ver morir al hijo enfermo.
Ni encarnizamiento terapéutico ni abandono del enfermo. Ambos extremos son moralmente reprochables. El articulado del Catecismo de la Iglesia Católica es claro en ambos casos:
«La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el «encarnizamiento terapéutico». Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla…Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos».
Se dirá que le «queda grande» a quien éstas líneas escribe entrar a opinar acerca de un drama acontecido en un hospital universitario en Nottingham, tan distinto y tan distante del suyo. Pero creo firmemente en que el discurso médico se funda en la piedad y que aquí no la hubo.
Nada que concierna a la moral médica me puede ser indiferente, allá o donde sea: porque ni gobiernos ni jueces, ni leyes ni manualitos de deontología, podrán jamás reemplazar el inmenso esfuerzo del espíritu del médico que trata de discernir entre el bien y el mal donde quiera que le toque, en medio del sufrimiento de los actores inmersos en el drama de la enfermedad en tiempos de relativismo y de éticas «light» y «a la carta».
Los padres de Indi Gregory – ambos no creyentes– la hicieron bautizar en la Iglesia Católica el pasado 22 de septiembre. El Señor ya la ha de haber acogido en su Reino.
Oramos por ellos.
Referencias:
1.Taub S. Departed, Jan 11, 1983; At Peace, Dec 26, 1990. Virtual Mentor Am Med Assoc J Ethics. 2001;3(7):231-233. 2. Catecismo de la Iglesia Católica, artículos 2278 y 2279, 3ª ed. Madrid: Conferencia Episcopal Española; 2003.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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