Ecuador: la guerra, las cortes y el poder, por Franklin Ramírez Gallegos
El presidente ecuatoriano Daniel Noboa declaró «conflicto armado interno» el 9 de enero de 2024 tras un desborde de violencia criminal durante la primera semana del año. Voces especializadas del Derecho Internacional Humanitario cuestionaron de inmediato la idoneidad de dicha figura pues en el país, más allá de la persistente violencia, no existirían otras condiciones (estructuras centralizadas de organización de los grupos armados, capacidad de acción coordinada, voluntad de disputar poder estatal, entre otras) que vuelven plausible afirmar la existencia de tal tipo de conflictividad.
El interrogante quedó planteado para el procesamiento de las instituciones. Nada dijo, sin embargo, la Asamblea Nacional sobre el asunto. Su respaldo al decreto ejecutivo 111 fue unánime. El 11 de enero, por su parte, la Corte Constitucional resolvió que dos acuerdos con EE. UU. que apuntalan la estrategia de guerra, no requerían pasar por el parlamento –como ordena la Constitución para ciertos tratados internacionales– y podían ser ratificados directamente por el Jefe de Estado.
El alineamiento de los poderes públicos con la denominada «guerra antiterrorista» no conoce fisuras. Todos los engranajes institucionales blindan al presidente Daniel Noboa y a su frente militar en una dinámica que opera, a través del desafío de contener la violencia, para la relegitimación del bloque de poder carcomido por un lustro de deplorables gobiernos y desmantelamiento estatal.
Las sentencias de la Corte sintetizan bien el proceso en curso. Para los y las jueces, los tratados firmados con EE. UU. –uno relativo a las condiciones de permanencia de personal militar y civil en Ecuador y el otro a operaciones contra actividades marítimas transnacionales ilícitas– no conciernen asuntos territoriales ni implican una alianza político-militar. Ambas causales constan en la Constitución (art. 419) entre las ocho que exigen que un tratado internacional tenga aval parlamentario.
Lesión a la soberanía Nacional
Cualquier lectura de los textos en cuestión deja ver, sin embargo, expresas referencias a presencia militar estadounidense en territorio nacional, operaciones militares conjuntas, cesión de jurisdicción penal a los EE. UU. para juzgar a su personal afincado en el país, uso del espectro radioeléctrico ecuatoriano, entre otros aspectos que lesionan la soberanía y verifican la vigencia de una alianza militar entre ambos Estados.
En sus fallos, además, la Corte evita aludir no solo al «conflicto armado» decretado por el presidente sino a la ola de violencia que vive Ecuador desde 2021 y que ya fuera enmarcada como «terrorismo» a ser repelido militarmente. En abril de 2023, en efecto, el Consejo de Seguridad Pública y del Estado, bajo comando del entonces presidente Guillermo Lasso, declaró como «terroristas» a los grupos delincuenciales y comandó inmediato despliegue militar en su contra. Desde entonces se aceleraron las compras de armamento israelí y tratativas con EE. UU. para preparar combates.
El primer tratado con la superpotencia (interceptación aérea) se rubricó a mediados de 2023. Al igual que los recientemente avalados por la Corte, fue negociado en el anterior gobierno. El expresidente y los militares instalaron pues los escenarios de guerra que hoy se exhiben como decisión pionera de Daniel Noboa, último delfín de las élites. Las resoluciones del Constitucional, que burlan la Asamblea y erosionan el debate democrático, se leen mejor en tal encuadre: están en curso la afirmación del conflicto armado en el corazón del proyecto de poder del bloque dominante y, por esa vía, la recomposición de su unidad y sus maltrechos liderazgos. Urge a los poderosos dejar atrás el calamitoso legado de Guillermo Lasso, eyectado del gobierno acusado de corrupción y nexos mafiosos, y recobrar credibilidad.
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La guerra estaba pautada
El apuro de las Cortes no se explica, entonces, ni por presiones imperiales de última hora ni como decisiones in extremis para salir del infierno. La guerra estaba pautada. No hay nada que debatir. Ninguna fuerza política puede oponérsele, so pena de ser imputada de asociación con el narco. La necesaria unidad nacional frente a la crisis parece implicar el venenoso compromiso de no activar los controles democráticos del poder.
Si los tratados con EE. UU. hubieran llegado a la Asamblea, solo alguna voz disidente habría invocado la soberanía o pedido detalles sobre los planes estatales velados por la retórica belicista. Pero ese mínimo democrático es demasiado. Quienes invocan los derechos humanos (DDHH) para condenar abusos militares a «sospechosos» –siempre pobres y racializados– han sido atacados en redes sociales y grandes medios. Mientras las Cortes resguardan por arriba la guerra, por abajo la aplauden las mayorías atemorizadas.
La precaria calma del país tras el decreto ya otorga al presidente elevadísimo apoyo (80%). Con mayoría legislativa redoblada, Noboa relanza la austeridad neoliberal y la búsqueda de inversiones mineras invocando los costos de la paz. Prosigue mientras tanto el hundimiento del Estado social. Se prevé además elevar el presupuesto de seguridad.
Nadie pondrá objeciones: el respaldo a los militares alcanza cifras bukelistas (90%). Quizás por ello pocos hablan ya de la depuración de la fuerza pública, salpicada por la penetración criminal de las instituciones. El poder está oxigenado. Aún más tras la última resolución del Constitucional (6-03-2024) que, tras un pesado silencio, avaló el decreto 111 y dio paso a que la intervención militar en la seguridad interna pueda continuar aún sin estado de excepción. Todo el poder a los tanques.
Franklin Ramírez Gallegos es profesor-investigador del Programa de Sociología Política de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso)-Ecuador.
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