Ecuador se ha convertido en una escuela de violencia, por Irene Torres
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Ante la más reciente oleada de violencia en Ecuador, todas las escuelas de cuatro ciudades de una de las provincias más pobres, Esmeraldas, cerraron por varios días las puertas a 130.000 estudiantes el pasado mes. En un país con una tasa de pobreza del 28%, la incertidumbre educativa de no contar lo mínimo –un espacio físico para que los maestros impartan clases–, ha vuelto el país invivible para las nuevas generaciones. El gobierno continúa fallando a los niños y jóvenes y contribuye activamente al aumento de la violencia generalizada.
Durante siete años y sin apenas darse cuenta, Ecuador ha ido mostrando poco a poco todos los signos de estar convirtiéndose en un «punto caliente» del crimen organizado. Un indicador de la amplitud y profundidad que ha alcanzado la actividad criminal son las 15.000 municiones encontradas la semana pasada en el interior de la mayor prisión de Ecuador, desde donde se vienen denunciando reiteradamente desde hace años tiroteos y motines en los que los presos son decapitados y sus cadáveres quemados.
En medio de asesinatos políticos, extorsiones sistemáticas, secuestros, tiroteos en restaurantes y peluquerías, la clase dominante ha podido mantener a sus hijos dentro de los confines de sus comunidades cerradas cercanas a privilegiados colegios privados.
Mientras tanto, los brotes de violencia han provocado durante algunos años el cierre periódico de las escuelas como último recurso para proteger a los estudiantes de la muerte, las amenazas y el reclutamiento por parte de las bandas.
Sin embargo, privar a los jóvenes de la herramienta fundamental que es la educación puede contribuir en realidad a la crisis actual. La falta de escolarización en Ecuador tiene una clara correlación con la violencia: El 11% de los 31.300 presos totales tienen entre 18 y 22 años, mientras que el 19% de todos los presos no han terminado la escuela secundaria.
Ecuador mostró una débil respuesta educativa durante la pandemia de covid-19, cuando las autoridades y líderes nacionales y locales hicieron poco por garantizar la enseñanza a distancia, al no proporcionar a los estudiantes la tecnología necesaria para conectarse, ni acceso a Internet. Cancelar hoy las clases presenciales significa que los alumnos no podrán seguir las lecciones a distancia, volverán a quedarse rezagados y, más pronto que tarde, abandonarán la escuela por completo. Ante la reducción de oportunidades, los desertores escolares gravitan hacia grupos delictivos que se solapan con los cárteles de la droga o se integran en ellos librando batallas territoriales, lo que abona aún más el conflicto.
Los niveles de gaslighting o incompetencia son asombrosos. Ingenuamente –o intencionadamente, para ayudar a disipar las críticas contra el gobierno central– el Ministerio de Educación lanzó en 2022 el Plan Escuelas Seguras. El plan contemplaba dotar de vigilancia policial a los lugares donde se ubican las escuelas. Pero los agentes, que no han sido cooptados por los grupos criminales, carecen de formación y recursos de calidad y son blanco de la violencia impune que controla algunas zonas del país, por lo que tienen las manos atadas.
Tampoco es posible dedicar la fuerza policial a vigilar escuelas cuando hay necesidades más apremiantes en otros lugares. El efecto sería tan nulo como el de otro elemento absurdo del plan destacado por el ministro del Interior, Juan Zapata: la puesta en marcha de festivales por la paz y talleres de crianza como medida para reducir los niveles de violencia.
Los síntomas de violencia son ignorados desde hace tiempo, tanto por el Gobierno como por organismos intergubernamentales. En 2017, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) celebró la disminución de la tasa de homicidios dolosos en Ecuador, señalando la legalización de las pandillas como clave para reducir la violencia a través de la inclusión social. Fue el mismo año en el que el narcotráfico transnacional, junto con sus nocivas implicaciones, comenzaba a mostrar dañinas señales de su expansión en el país.
Como era de esperar, la violencia en las escuelas ecuatorianas se había vuelto tan profunda y generalizada, que algunos estudiantes preferían evitar asistir a clases, independientemente de si también estaban expuestos a la violencia dentro de sus familias.
Ese mismo año, el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) descubrió que el 37% de los estudiantes había presenciado al menos un episodio violento en su escuela, o cerca de ella, cuatro semanas antes de ser encuestados. Sin embargo, los documentos oficiales culpaban a las familias de la violencia escolar, ignorando la conexión con conflictos sociales más amplios. Con unas tasas de finalización de la enseñanza secundaria del 72%, los jóvenes desocupados y desempleados eran una bomba de relojería a punto de estallar.
Aunque en el sector de la educación se hicieran inversiones acordes con las necesidades urgentes de restablecer los niveles anteriores de paz en Ecuador, las esperanzas de que la escolarización cambie el futuro de los desfavorecidos y marginados son vanas si el gobierno es incapaz de combatir el crimen organizado.
Las prisiones que funcionan bajo el mandato de los cárteles de la droga y que llevan la voz cantante mediante la cooptación y la connivencia con el ejército, la judicatura y la policía ya no necesitan reclutar miembros en los recintos escolares. Las bajas educativas de la guerra criminal llenarán sus filas durante años.
Una de las premisas de la educación es que las escuelas ofrecen oportunidades de aprendizaje y pueden promover el bienestar de los estudiantes. Por lo tanto, su cierre sólo puede suponer un agravamiento de la actual crisis de Ecuador y tener efectos negativos y duraderos en las trayectorias de vida de todos los estudiantes, no sólo de quienes son directamente afectados por la violencia.
Irene Torres es Asesora de ciencia y políticas en el IAI (Instituto Interamericano para la Investigación del Cambio Global) y miembro del Consejo Internacional de la Sociedad Global de Migración, Etnicidad, Raza y Salud.
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